lunes, 19 de mayo de 2008

Diego y el Oso

Érase una vez, en un país muy, muy lejano, un colegio al que acudían niños de todas las edades, siempre contentos y felices pues era un colegio muy divertido donde todos se llevaban muy bien y los profesores eran muy sabios y muy buenos enseñando pero, también, muy buenos jugando.

En el colegio había una clase de niños de 3 y 4 años a la que acudía Diego, un inteligente chaval con 4 años recién cumplidos, a quien le encantaba ir al colegio, jugar con sus amigos y pasárselo estupendamente. Únicamente tenía algún problema a la hora de la siesta, pero él intentaba portarse bien y dejar dormir a sus compañeros, aunque no siempre lo conseguía. El profesor de la clase se llamaba Antonio. Era un hombre que parecía serio, con gafas y una gran barba, pero era muy cariñoso y amable con sus alumnos y estos le querían mucho.

Un día, Antonio les avisó de que, a la semana siguiente, se irían de excursión a la sierra y que tenían que preparar todo el material. Les dio una lista con las cosas que tenían que llevar: mochila, saco para dormir, jerseys, linternas, comida, cantimplora para el agua, una gorra… en fin, que debían prepararse muy bien pues iba a ser toda una aventura.

Cuando después de días de nervios y de impaciencia amaneció la esperada mañana de la partida, todos los niños llegaron temprano al colegio pues ninguno quería quedarse atrás. Antonio les explicó que iban a coger un tren y que después de un buen rato, llegarían a una estación desde la que tendrían que hacer una marcha “a patita” hasta llegar al lugar que sería su campamento y donde montarían las tiendas para dormir. El plan era pasar dos noches fuera de casa, acampados, y aprovechar un día completo para realizar muchas actividades al aire libre.

Cuando llegaron a la estación de “Montaña alta”, que era su destino, se apearon del tren y se pertrecharon con todos sus enseres. Mochila a la espalda, bien llena con ropa y bocadillos, cantimplora a la cintura y, de contrapeso, la linterna colgando del cinturón. Antonio, el profesor, les hizo repasar todo a fin de comprobar que ninguno olvidaba nada. Les sentó a todos en el suelo, formando un corro, y les explicó lo que iban a hacer a continuación:

- “Señoritas, caballeros, ahora vamos a empezar a andar. Es un camino un poquito largo, a veces algo complicado pues tenemos que pasar a través de una zona de rocas en la que tendremos que tener mucho cuidado. Atención, es muy importante que vayamos todos juntos para que nadie se pierda. Además nada de hacer tonterías, tenemos que ir concentrados en el camino para no caernos. ¿Entendido? Es fundamental que estemos los unos pendientes de los otros para poder ayudarnos. Como el camino es estrecho, vamos a hacer dos grupos. El primero, en el que iré yo, caminará delante. Inmediatamente detrás irá el segundo grupo y lo formarán Íñigo, Sergio, Mario, Celia, Natalia, Marta, Sofía… y su capitán será Diego. No tenéis que perdernos de vista en ningún momento ¿eh? Recordad lo que va a ser el lema de la excursión: “Siempre juntos”.

Y así comenzaron a caminar. Con paso firme, muchas risas y algunas canciones, avanzaban por el camino, sombreado por altos árboles y con una temperatura primaveral excelente. Iban todos muy contentos. El aire olía a frescor, a flores, a árboles… a limpio y todos se mostraban entusiasmados ante la aventura que ya estaba comenzando.

Caminaron durante un buen rato, y cuando empezaban a dar muestras de cansancio, decidieron hacer un alto en un claro para tomar un buen desayuno y reponer las gastadas fuerzas. Escogieron una zona muy bonita, en la que se pudieron tumbar en la hierba mientras daban buena cuenta de los bocadillos que llevaban en las mochilas. Decidieron rellenar las cantimploras en el agua, cristalina y muy fría, de un arroyo que corría cercano. Cuando estaban en la orilla, que estaba un poco embarrada por la humedad, descubrieron unas huellas.

- Antonio, ¿de qué son estas huellas? ¿qué animal las ha dejado?

El profesor se acercó a estudiarlas y enseguida les preguntó

- ¿Alguien sabe de que animal son?

Todos comenzaron a responder a la vez: un ciervo. No. Un lobo. No. Son de una gallina, yo creo que son de un gato… y así todos comentaban el animal que se les ocurría.
Antonio iba respondiendo “No, no, no, no…” hasta que después de un rato de estar callado, pensando, Diego dijo:

- Son de una animal muy grande, pues las huellas también son grandes y profundas, y que camina a cuatro patas, pues en el rastro se ven las huellas de las cuatro patas; las huellas no son de pezuñas como las huellas de los caballos o las vacas que hemos visto por el camino: en estas se ve toda la pata y distinguen también las marcas de las uñas. Hummm, a ver... una pata ancha y grande, con uñas… Solo una animal que vive en el bosque puede dejar esas huellas. Son de un ¡¡Oso enorme!!

- Muy bien Diego, efectivamente. Son de oso que, como bien has dicho, es un plantígrado (que significa que pisa con toda la planta de la pata) que vive en el bosque; y este en concreto debe de ser muy grande. Pero tranquilos, que los osos no suelen atacar a la gente y menos aún cuando somos muchos y hacemos tanto ruido. Seguro que es el oso el que ha salido corriendo, asustado de nosotros.

Y así, después de rellenar las cantimploras y descansar un rato más mientras comentaban, bajito, el tema del oso, reemprendieron la marcha.

Tal y como Antonio había anunciado, a la hora de la merienda, llegaron a su destino: un claro en lo alto de uno de los montes, rodeado de grandes árboles, y con una hermosa pradera de hierba muy verde . También había un riachuelo, de aguas muy limpias, que lo atravesaba de lado a lado. El sitio era precioso y todos pensaron que había merecido la pena la caminata para llegar hasta allí.

Antes de que el cansancio y la pereza les acometieran, Antonio les animó a montar las tiendas, organizar las mochilas y preparar el fuego de campamento, alrededor del cual esa noche cenarían, cantarían y contarían historias y aventuras.

Cuando se disponían a sentarse a cenar alrededor del fuego que Antonio, con todo cuidado había encendido, sobrevino algo inesperado. Uno de los niños, que se había acercado al borde del claro , pisó, sin advertirlo, un avispero. Los insectos, sorprendidos y enfadados por la agresión contra su casa, salieron zumbando furiosos y atacaron al niño que asustado, comenzó a gritar. Antonio acudió presuroso y logró envolver al niño en una manta mientras lograba ahuyentar a las avispas. Examinó con cariño al pequeño y se quedó horrorizado: tenía una enorme cantidad de picaduras. Rápidamente hizo examen de la situación: el niño necesitaba atención médica urgente o corría peligro de sufrir un grave problema alérgico. Sin embargo el niño no podía caminar, y le tendría que llevar en brazos y lo más rápido posible. No podía hacer que el resto de la clase los acompañara pues irían terriblemente lentos y eso podría ser fatal para el accidentado. Tomó una decisión:

- ¡Niños! les llamó. Vuestro compañero está herido y le tengo que llevar urgentemente al médico. No nos da tiempo a ir todos y vosotros os tendréis que quedar aquí. Por favor, portaos como unos mayores y no hagáis nada peligroso. Dejo como capitán a Diego, y le tendréis que obedecer en todo. ¡Diego! cuida de que todos cenen, ninguno se acerque al fuego, y se metan en las tiendas a dormir. Mañana, cuando os despertéis, ya estaremos de vuelta.

Sin más, pues no había tiempo que perder, partió con el herido en brazos mientras el resto de los niños, atónitos, intentaban asimilar el cambio que había tenido lugar.

Viendo el desconcierto, Diego asumió su papel de capitán en funciones y pensando que lo mejor era que estuvieran ocupados, les dijo:

- Venga muchachos, hagamos caso a lo que Antonio nos ha dicho y preparémonos la cena. Que cada uno coja su bocadillo, su cantimplora y su linterna, y nos vamos a sentar en un corro, todos juntos, para cenar.

Al fin los niños, poco a poco, fueron sentándose en el corro y comenzaron a devorar sus bocadillos, pues al final del día y con tanta agitación, todos estaban hambrientos. Cuando acabaron, se repartieron por las tiendas que habían montado y se prepararon para dormir.

Al principio se oían muchas conversaciones excitadas pero, lentamente, las voces se fueron apagando según los niños iban cayendo rendidos por el cansancio y se iban durmiendo y al poco el silenció reinó en el campamento.

La noche transcurrió sin incidentes. A la mañana siguiente, cuando la luz del día comenzó a filtrase por las tiendas, los primeros que despertaban espabilaban a sus compañeros. Al rato todos estaban en pié, descansados, de buen humor y esperando que Antonio apareciera de un momento a otro.

- “Todos al río a lavarse” grito alguno. Y a la carrera todos fueron hacia sus mochilas a buscar los útiles de aseo.
- “¿Quién ha hurgado en mi mochila? se oyó una voz
- “Me han sacado todo lo que llevaba” respondió otro
- “No me queda nada de comida” gritaba un tercero

Así, comprobaron uno a uno que todas sus mochilas habían sido abiertas. La mayoría estaban rajadas y con todo su contenido esparcido por el suelo.

Estaban desconcertados. Antonio no había llegado y durante la noche algo extraño había sucedido. Diego sintió que, de nuevo, tenía que ejercer de capitán.

- Creo que lo primero que debemos hacer –les dijo a sus compañeros- es comprobar qué nos falta. Que cada uno recoja sus cosas y mire a ver si lo tiene todo.

Los niños así lo hicieron. Al poco tiempo las voces de los niños se empezaron a oír:

- A mi, me falta la comida.
- Si, toda mi comida ha desaparecido también.
- Yo no tengo nada para desayunar
- Se han llevado todos mis bocadillos y mis chuches.

Efectivamente. Salvo las latas que algunas mamás habían incluido en el menú de sus hijos, toda la comida, fruta, chucherías y demás comestibles habían desaparecido.

Diego se puso a pensar. “No ha podido ser ninguno de nosotros pues estábamos durmiendo y además ¿para qué esconder la comida? menuda tontería. No, no puede haber sido eso. Tiene que haber sido alguien de fuera. Y pensando así, comenzó a dar una vuelta alrededor del campamento. Cuando ya había completado casi un círculo, se fijó en unas huellas rondaban las tiendas y volvían de nuevo hacia el bosque.

- “Mirad chicos” gritó a sus compañeros. Hay unas huellas aquí y posiblemente sean del autor de la fechoría. Y estas huellas ya las conocemos ¿verdad? ¡¡Son de oso!!

Celia y Natalia, dos de las amigas de Diego, se acercaron a este y le preguntaron

- ¿Qué vamos a hacer? Antonio no ha vuelto y no sabemos cuándo va a regresar y ahora, además, no tenemos nada de comida…

- Lo que podemos hacer, respondió Diego, es seguir las huellas del oso, para ver qué podemos recuperar.

No todos estaban de acuerdo, porque les daba miedo seguir las huellas del oso y tropezarse con él.

- “De acuerdo”, dijo Diego. “Los que quieran venir conmigo, seguidme, que vamos a buscar algo de nuestra comida. El resto, que se quede aquí, vigilando el campamento y esperando por si regresa Antonio”.

Y así Diego seguido por sus amigos Íñigo, Sofía, Sergio, Celia, Mario, Natalia y Marta se encaminaron hacia el bosque siguiendo las huellas del oso. Pronto encontraron una bolsa de plástico, vacía, que llevaba el nombre de unos de sus compañeros.

- “Vamos por buen camino” se dijeron.

Efectivamente, cada poco tiempo encontraban más restos de lo que había sido su comida.

- “Estos, se le deben de haber caído al oso cuando se marchaba” pensó Diego.

De repente, oyeron un fuerte rugido en el bosque, que les puso a todos los pelos de punta.

- GGGRRRRRRRRRRRRRRRRRrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr

- “Ese es el oso”, dijeron. “Nos ha oído y quiere atacarnos”

Se volvió a escuchar de nuevo el terrible rugido.

- GGGRRRRRRRRRRRRRRRRRrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr

Se preparaban ya para huir corriendo cuando Diego les pidió que callaran y escucharan con atención.

- GGGRRRRRRRRRRRRRRRRRrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr
- ¿Oís? les preguntó a sus amigos
- ¡Como no vamos a oír! le respondieron. ¡Ni que estuviéramos sordos!
- “No, no. Me refiero al tono. El tono del gruñido. Eso no es un rugido de amenaza. Los osos, serán como los perros, que en su ladrido expresan su estado de ánimo, lo que están sintiendo… Esos rugidos son de pena, de dolor. Son aullidos, como cuando mis perros se hacen daño. Gritan, si, pero de pena o de dolor. A ese oso le pasa algo. Tenemos que descubrir qué es”.

Sus amigos no las tenían todas consigo, pues eso de acercarse voluntariamente al oso, no les gustaba nada, pero como se fiaban de Diego, le siguieron en silencio.
Después de caminar un rato, llegaron cerca del lugar donde debía de estar el oso. Los aullidos sonaban allí con una extraordinaria fuerza y casi les paralizaba el miedo. Escudriñaron bien en todas direcciones y uno de ellos, al fin, señalando una sombra detrás de unos matorrales gritó.

- ¡Allí, allí está el oso!

Pese al grito, el oso no se movió, aunque lanzó un nuevo y terrible rugido. Diego les propuso dar un amplio círculo alrededor de dónde estaba el oso, sin acercarse más, y descubrir qué le podía pasar. Y así lo hicieron. Lentamente, pasito a pasito, fueron describiendo un rodeo para poder ver lo que estaba sucediendo. Cuando al fin, pudieron distinguir al animal con claridad, se quedaron helados. Estaban contemplando un enorme oso pardo, un animal magnífico de brillante pelaje marrón, que se retorcía junto a un árbol. Cuando se rehicieron de la sorpresa, repararon en la pata del animal.

- “Fijaos en su pata delantera” dijo Diego. ¡Está atrapada por un cepo! ¡El oso ha caído en una trampa!

Comprobaron que era cierto. La pata del oso, herida y sangrante, estaba aprisionada por una garra de acero sujeta a una cadena. A su alrededor, los restos de la comida de las mochilas estaba esparcida por el suelo señalando al culpable.

- ¡Pobre oso! Dijeron. Son muy crueles y hacen daño al pobre animal. Además las trampas están prohibidas. ¿Podemos soltarlo?
- “Ni se os ocurra” respondió Diego rápidamente. El oso está loco de dolor y desesperación por estar atrapado y no distinguiría a unos amigos. Nos atacaría sin dudarlo.
- ¿Y qué podemos hacer?

Diego se quedó un momento pensando y dándole vueltas al cerebro. “Hummm….”

- “Ya sé.” Debemos señalar el sitio en el que el oso está atrapado. Y lo podemos hacer con algunas de las bolsas que hemos recogido. ¡Como una bandera! Y el camino de vuelta lo podemos marcar con más bolsas para que se vea bien y se pueda seguir el rastro fácilmente. Luego avisamos a los guardabosques

- ¡Buena idea!

Y así lo hicieron. Fueron marcando el recorrido de regreso al campamento con las bolsas y cuando llegaron, comprobaron que Antonio ya había vuelto y a su vez les explicó que se había tenido que quedar toda la noche porque habían trasladado el enfermo hasta el hospital.

Los niños, le relataron su aventura a Antonio, que les regañó un poco por haber sido imprudentes y seguir a un oso, pero también les felicitó por las buenas ideas que habían tenido. Dadas todas las cosas que les habían sucedido, les propuso regresar a casa ya, sin esperar al día siguiente y todos aceptaron encantados.

Al llegar a la estación le contaron a los guardias lo que había sucedido con el oso y estos les agradecieron la información pues, según dijeron, habían estado buscando al oso durante varias semanas.

Unos días después, ya en el colegio, con los babis puestos y sentados en el corro, Antonio les dijo:

- “Os voy a leer un artículo del periódico de hoy. Habla de vosotros y dice así:

Unos valientes niños de cuatro años, de un colegio de nuestra localidad, salvan la vida a un oso que había quedado atrapado por una trampa ilegal colocada por cazadores furtivos. Los niños, avisaron a las autoridades del lugar donde se encontraba el oso y marcaron el camino para que los guardias pudiesen liberar al animal que ha sido entregado para su cuidado al Zoo de la ciudad. Nuestra enhorabuena a esos pequeños héroes que tanto han hecho por el cuidado de nuestra fauna.”


Y siguieron con su clase normal, aprendiendo mucho y sintiéndose todos contentos y felices por haber ayudado a la naturaleza.

Y colorín colorado este cuento se ha acabado.

viernes, 11 de enero de 2008

Diego y la Serpiente Marina

Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, un grupo de familias que viajaban a bordo de un gran navío de madera. Era un barco majestuoso y muy bonito con sus grandes palos que se alzaban hacia el cielo, sus enormes velas blancas y su bandera que ondeaba orgullosa en lo alto del palo mayor.

Los pasajeros, un grupo de colonos que se dirigían a descubrir e instalarse en nuevas tierras, formaban un alegre grupo, pues todos miraban con esperanza al futuro. En el barco no había mucho que hacer, y todos intentaban ayudar a los marineros en su faena, mientras los niños pululaban por todas partes jugando, escondiéndose, haciendo travesuras y riéndose continuamente. El ambiente en el barco era de camaradería y a menudo se oían las profundas voces de los marineros entonando canciones que sonaban muy bonitas a los oídos de todos. Además, el buen tiempo acompañaba y los días transcurrían con una tranquilidad similar a la de las aguas que surcaban.

Ente todos, viajaba también Diego, un niño de tres años, que además de jugar con todos los otros niños, se había hecho amigo de los marineros y les preguntaba continuamente qué era eso o cómo se utilizaba aquello.

Los marineros, cuando no estaban demasiado ocupados, le sonreían y le respondían:

- Eso es el palo de mesana, ese el palo mayor, que es el más alto, y en el que llevamos la bandera. Y mira, ese otro mástil, ese, se llama trinquete.

- Esos otros se llaman vergas y son palos sobre los que se recogen las velas.

- Las jarcias son todas los cabos y cuerdas del barco.

Pero Diego siempre quería saber más y los marineros hablaron con el capitán, que era un hombre muy serio, con barba, y con un gran sobrero con plumas, que siempre estaba fumando en pipa.

Un día, el capitán mandó llamar a Diego para hablar con él.

- Me han dicho que no paras de preguntar cosas sobre el barco, dijo el capitán con su gran vozarrón.

- Si, es cierto, contestó Diego. Me gusta saber de todas las cosas y es muy interesante que te las expliquen.

- ¿Y quieres ser marinero cuando seas mayor? –le preguntó el capitán-

- No lo sé, respodió Diego. Aún soy muy pequeño para saberlo. Cuando tenga cuatro años y sea mayor, lo sabré.

Al capitán le cayó muy bien Diego y desde ese día le llamaba con frecuencia para que le acompañara en el castillo y le preguntara lo que quisiera.

- ¿Y que son esos cañones que hay ahí delante? inquiría Diego.

- Ah! si, ahí en la proa, a los lados del bauprés llevamos 6 cañones. Aunque este no es un barco de guerra, siempre hay que ir armado cuando se navega por mares desconocidos. Esos cañones que ves están fundidos en bronce, que es un metal muy duro y se llaman culebrinas, los que son más grandes y falconetes, los más pequeños.

- ¿Y esa rueda tan rara, qué es?

- Eso es el timón. Es desde donde gobernamos el barco para que gire hacia babor o estribor.

- ¿Y que son babor y estribor? ...

Diego nunca se cansaba de preguntar y al capitán le encantaba enseñar a un niño tan curioso y tan listo.

Y así, se hicieron grandes amigos y Diego muy contento fue aprendiendo muchas cosas sobre el barco.

Pero también había otras historias. Los marineros también les hablaron de los monstruos marinos, las sirenas y las serpientes de mar. Contaban que todos esos seres estaban enfadados con los barcos y hacían muchas cosas para hundirlos. Los marineros, para hablar de ellos, bajaban la voz y se lo contaban en susurros, mientras miraban con ojos temerosos a uno y otro lado.

Cuando Diego le preguntó al capitán sobre estos temas, el capitán se puso muy serio y le habló así.

- “Mira Diego. Lo marinos hablan de esas cosas desde los tiempos antiguos y son historias que han perdurado a través de los siglos. Yo nunca he visto nada de eso, pero no me atrevería a decirte si son verdad o mentira. Personalmente no creo que existan, pero se que no es conveniente reírse de ellas.”

La travesía proseguía, apacible, entre juegos, aprendizaje y canciones.

Sin embargo un día comenzó a ocurrir algo que cambiaría la tranquilidad del pequeño Diego. Los mayores: los padres, madres y marineros, comenzaron a enfermar poco a poco. Se sentían mareados y débiles y tenían que ser acostados y cuidados. Uno a uno fueron cayendo enfermos casi todos. Cada vez era más difícil poder atenderlos, gobernar el barco y realizar las tareas diarias como las comidas o la limpieza, porque cada vez quedaban menos en pie.

Al cabo de unos días, los niños tuvieron que ayudar en todo ya que no quedaban adultos. Incluso el capitán, que resistió en pie hasta el último momento, no pudo más y también tuvo que guardar cama.

Los niños se sintieron desconcertados, pero en seguida Diego les animó:

-“Venga chicos, vamos a demostrar a esos mayorzotes todo lo que valemos. Vamos a hacerlo todo tan bien como ellos”. Y así los pequeños, dirigidos por Diego, arriaban las velas, manejaban el timón o hacían la comida. Se las apañaban bastante bien.

Una tarde, cuando estaba a punto de esconderse el sol, notaron como el agua del mar bullía de una forma extraña. Burbujeaba y levantaba unas raras olas y todos se quedaron mirando para adivinar qué era eso tan inusual. De repente algo comenzó a elevarse sobre las olas. Con una enorme cabeza de dragón y el cuerpo escamoso y ondulado de una serpiente, un enorme y terrible monstruo apareció al lado del barco. Su larguísimo cuerpo se perdía de vista. Con sus ojos rojos les miraba fijamente y con la boca abierta, amenazante, con dientes puntiagudos, tan grandes como bueyes, se abalanzaba sobre el barco.

Diego reaccionó rápidamente:

-“Todo a estribor”, grito con fuerza y obedeciendo sus órdenes, el barco viró con premura evitando así la embestida el horrible monstruo, que igual que había aparecido, se sumergió bajo las aguas sin dejar rastro.

Tras un momento de expectante silencio, todos los niños comenzaron a hablar a la vez:

- ¿Qué era eso?
- ¡Que miedo!
- ¡Vaya susto!

- ¿Qué ha pasado?

Diego, después de pensar un instante, les comentó:

- "Ha debido ser eso que los marineros me contaban en sus historias y que llamaban monstruo marino o serpiente marina. Pero, desde luego, que feo era… "

Poco a poco se tranquilizaron, y el resto de la tarde transcurrió en paz. Pero no dejaban de vigilar el horizonte. Temían que la serpiente volviera cuando menos se lo esperaban y les cogiera por sorpresa.

Así no podremos estar mucho tiempo -pensó Diego-. Tenemos que ser nosotros los que tomemos la iniciativa y logremos que la serpiente acuda cuando nosotros estemos bien preparados. Después de pensar un rato y darle vueltas a la cabeza, tuvo una idea: “Vamos a actuar como cuando se pesca un pez. Echaremos un cebo y estaremos preparados para recibirla como se merece. ¡¡¡Va a aprender ese bicho feo a asustarnos…!!!”

Organizó a sus amigos. Allí estaban Iñigo, Sergio, Natalia, Mario, Adriana y muchos más… Todos listos para ejecutar sus órdenes.

- "Vosotros, les indicó, coged una de las redes de pesca del barco y llenadla con carne y pescado de la despensa, cerradla bien, y luego atadla a un cabo de proa”. Los niños se quedaron un poco extrañados al ver que sabía tanto, pero él les explicó que, de escuchar atentamente a los marineros, había aprendido mucho.

- “Los demás, les dijo al resto de los niños, cargad los cañones”. También les explicó qué era cada cosa y cómo se manejaban.

Cuando todo estuvo preparado les contó su plan:

- “Vamos a lanzar la red con la comida al mar, para que haga de cebo, y atraiga a la serpiente. Cuando aparezca, dispararemos los cañones. Es difícil que acertemos, pero al menos espero que con el ruido y el susto no vuelva por aquí. Pero para hacer esto tenemos que esperar a que amanezca porque por la noche no vemos y no podríamos apuntar. Por eso, tendremos que estar todos alerta y vigilantes hasta que amanezca”.

Y así lo hicieron. Transcurrió lentamente la noche, tensa y en calma, larguísima pero, al fin, como todos los días, el sol comenzó a asomar por el horizonte.

- ¡Todos preparados y a sus puestos! -ordenó Diego- ¡Lanzad la red con el cebo! ¡Preparados los cañones!

Y así lo hicieron. Vieron como la red flotaba y las olas la iban arrastrando lentamente lejos del barco hasta que la cuerda con la que estaba amarrada quedó tensa. Y esperaron en silencio, ansiosos, con los ojos muy abiertos, sin perder de vista el cebo.

Tras largo rato sin que pasara nada, cuando comenzaban a creer que ya no volverían a ver a la serpiente marina, empezaron a notar el mismo burbujeo en el agua que la tarde anterior.

- ¡Ahí está! -les susurró Diego-. "Todos atentos y preparados. No disparéis hasta que os de la orden. Apuntad directamente al cebo". Y cuando Diego observó que la red con el cebo se hundía ordenó "¡Fuego!"

Y todos los cañones comenzaron a disparar a la vez formando un terrible estruendo.

¡Boum!, ¡Boum! ¡Boum! ¡Boum!.

Los disparos caían alrededor del sitio donde se había hundido el cebo levantando montañas de agua.

-"¡Cargad de nuevo! ¡Fuego!" gritó otra vez Diego. Y los cañones siguieron disparando sin cesar levantando una verdadera niebla de humo con olor a pólvora.

¡Boum!, ¡Boum! ¡Boum! ¡Boum!.

Al rato, el estruendo cesó y poco a poco el viento barrió la humareda de la cubierta. Todos miraban ansiosos a su alrededor buscando a la horrible serpiente, pero el horizonte estaba despejado. ¡La serpiente marina no estaba!

No se si le habremos dado, pero creo que ,con la que hemos montado, ese monstruo no vuelve por aquí en la vida, reían Diego y sus amigos.

Y efectivamente, nunca volvieron a saber nada del monstruo. Y con los buenos cuidados de los niños los adultos se repusieron rápidamente y pudieron continuar su navegación en paz. Todos felicitaron a Diego por su magnífica labor como capitán guerrero durante esos días y al fin los niños se pudieron dedicar de nuevo a jugar.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

lunes, 29 de octubre de 2007

Diego y los Lobos

Érase una vez, hace mucho mucho tiempo, que había un pueblecito en medio de las montañas que era muy bonito. Todas las casas eran de madera y había siempre flores en las ventanas. Rodeaban al pueblo unos grandes bosques muy verdes y frondosos y en el horizonte unas hermosas montañas lo separaban del los demás pueblos.

Era un sitio muy tranquilo para vivir. Sus habitantes eran agricultores, ganaderos y pastores y reinaba una gran armonía entre todos los vecinos. El pueblo también tenía una escuela, con un maestro que se llamaba Antonio y a la que los niños iban muy contentos porque se lo pasaban muy bien y aprendían mucho.

Antonio era un profesor muy cariñoso y le encantaba enseñar a sus alumnos y hablarles de la naturaleza que les rodeaba y de los animales que vivían, libres, en sus bosques y montañas y los niños dejaban volar su imaginación pensando en osos, lobos, ciervos, nutrias y águilas.

Para los niños de aquel pueblecito los días transcurrían plácidamente entre la escuela, los juegos al salir, y la ayuda que prestaban en casa. Tras la cena, alrededor del fuego de la cocina, los abuelos contaban a sus nietos cuentos que les hacían soñar por la noche.

Hasta que un año llegó un invierno más frio que los demás. Las nieves bajaron hasta las mismas calles del pueblo y se hacía difícil andar. Sin embargo los niños se lo pasaban estupendamente haciendo batallas de bolas de nieve y construyendo muñecos con su sombrero, su zanahoria de nariz y su escoba.

Pero el invierno trajo algo más. Trajo a los lobos. Con tanta nieve, los lobos no encontraban nada que cazar y pasaban hambre. Sus aullidos se oían por la noche y les ponían a todos los pelos de punta:

-Aaaaauuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu….

Antonio, el profesor, les explicaba a los niños que los lobos no son malos. Son como todos los demás animales, que necesitan comer y deben buscar la comida necesaria donde sea para poder alimentar a sus cachorros.

Sin embargo el frio arreciaba y el invierno se volvía más y más crudo y los lobos empezaron a atacar, durante la noche, a los rebaños de ovejas, para desesperación de los pastores.

Los ataques se sucedían y los pastores ya no podían más. Entendían que los lobos tenían que comer, y que no eran malos, pero ellos tampoco podían permitir que desaparecieran todas sus ovejas, así es que una tarde, un grupo de cazadores decidieron salir a buscar a los lobos. Se reunieron en la plaza del pueblo con sus abrigos, sus botas de nieve y sus grandes escopetas y cuando la luna salió y sonó el aullido que convocaba a la manada se despidieron de sus familias hasta el día siguiente y se internaron en el bosque tras su pista.

-Aaaauuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu….

Pero al amanecer el nuevo día los cazadores no habían vuelto y todos en el pueblo se preocuparon. Transcurrió toda la jornada y nada. No volvían. Así es que un nuevo grupo se reunió para ir en su búsqueda y la de los lobos. Entre ellos estaba el papá de Diego, un niño de tres años muy listo que iba a la clase de Antonio junto a sus amigos.

A Diego le gustaban los lobos. Le parecían unos animales muy inteligentes y bonitos. Pero no le parecía bien que atacaran a las ovejas de los pastores del pueblo. Y estaba un poco preocupado porque su padre iba a ir esa noche a buscar a los demás cazadores.

Se acostó y se durmió con el cuento de su abuelo esperando encontrar a su papá a la mañana siguiente en la mesa del desayuno como todos los días, por lo que, en cuanto se hizo de día, saltó de la cama y corriendo fue por la casa gritando ¡papá!, ¡papá! Pero en la cocina encontró solo a su madre y a sus hermanos con cara de preocupación. Su padre y el nuevo grupo con el que se fue la noche anterior tampoco habían vuelto.

Se fue al colegio como todos los días y en el recreo habló con sus amigos. Todos estaban preocupados y un poco asustados pues no era normal que se perdieran tantos papás a la vez.
“Tenemos que hacer algo” dijo Diego. “No podemos dejar que nuestras mamás estén tristes y preocupadas”.

-Si, pero qué. Nosotros sólo somos niños, contestó uno de sus amigos.

- Pero podemos pensar, para eso tenemos la cabeza le respondió Diego.

Y Diego comenzó a dar vueltas a su cabecita hasta que… ¡Ya lo tengo! Ya se lo que hay que hacer. Y les contó a sus amigos el plan que se le había ocurrido. Lo que tenemos que hacer es buscar por la mañana, que es cuando los lobos duermen, las huellas de los cazadores y seguirlas hasta que les encontremos. ¿Estáis conmigo?

-Siiiii, buena idea, gritaron sus amigos.

A la mañana siguiente, como seguían sin noticias de los cazadores, todos los amigos se juntaron en casa de Diego y repasaron todo: ¿Lleváis abrigos, botas de nieve y gorros de lana? ¿Habéis cogido unos bocadillos y agua para el camino?

-Siiiii -contestaron todos-

Se pusieron en marcha entrando al bosque por el camino que habían seguido los cazadores. Como no había nevado en las últimas noches pronto lograron encontrar el rastro de huellas que habían dejado. Las fueron siguiendo con cuidado, por si se encontraban con algún lobo o algún oso, hacia el interior del bosque. Al rato, llegaron a un claro en el que las huellas desaparecían en un revoltijo de nieve sucia y barro.

-Aquí ha pasado algo –pensaron-. Siguieron buscando y rápidamente encontraron en los alrededores las huellas de una manada de lobos.

-En este punto es dónde debieron encontrarse los cazadores y los lobos. Esto no me huele nada bien, dijo Diego. ¡Sigamos el rastro de los lobos!

En fila india y en silencio fueron avanzando tras las huellas dejadas por la manada de lobos. Después de una buena marcha llegaron a un recodo tras el que vieron una cueva en cuyo interior se internaba el rastro.

-Esa debe de ser la guarida de la manada, pensó Diego. Veréis, les dijo a sus amigos, vamos a entrar pero debemos hacerlo con mucho cuidado. Los lobos deben de estar durmiendo y no queremos despertarles. Coged palos y trancas, lo que podáis, y seguidme.

Sergio, Mario, Diego S, Adriana, Íñigo y Nosé siguieron a Diego. Dentro estaba oscuro, pero esperaron un momento y poco a poco sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Distinguieron a los lobos durmiendo en el fondo de la cueva. Diego, por señas para no hacer ruido, les indicó a sus amigos que rodearan a los animales. Y así lo hicieron. Cuando todos estuvieron en su puesto y a una señal de Diego, comenzaron a chillar y gritar haciendo mucho ruido y golpeando con los palos a los lobos dormidos. Estos, ante el susto de lo que se les venía encima, despertados por los gritos y los golpes, salieron corriendo con el rabo entre las patas. Al jefe, que iba el último, Diego le sacudió un azote el pleno trasero con su palo y el lobo soltó un aullido de dolor y corrió aún más deprisa.

Después fueron a buscar a los cazadores a los que encontraron prisioneros en una cavidad lateral de la cueva principal. Estaban todos bien y allí estaba también el padre de Diego que le dio un gran abrazo y le dijo que era muy valiente. Todos habían sido muy valientes.

Todos juntos volvieron cantando canciones de cazadores por el bosque y llegaron hasta sus casas dónde fueron recibidos como unos héroes.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

sábado, 27 de octubre de 2007

Diego y el Devorador de Juguetes

Érase una vez, en una ciudad muy muy lejana, un parque en el que jugaban los niños todas las tardes. Era un parque muy grande, con árboles, rocas, columpios, toboganes y muchísimos juguetes que allí vivían.

Los juguetes esperaban día tras día pacientemente a que llegaran los niños para que jugaran con ellos. Y, efectivamente, cada tarde, al salir del colegio, el parque se llenaba de niños que se divertían muchísimo. El parque era un lugar feliz.

Sin embargo, los niños empezaron a notar que cada día había menos juguetes. ¡Estaban desapareciendo! Comenzaron a sospechar unos de otros y a culparse mutuamente de llevárselos a casa para jugar sólo ellos con los bonitos juguetes. Los niños se acusaban y enfadaban y el parque dejó de ser un lugar de felicidad para transformarse en un sitio de sospechas y envidias.

Diego, un inteligente niño de tres años que, como todos, iba cada tarde al parque, pensó que tenía que hacer algo. La situación no podía seguir así. Cada día había menos juguetes y los niños estaban tristes y enfadados.

Después de meditar un rato llegó a la conclusión de que lo primero que tenía que hacer era averiguar qué estaba sucediendo en el parque cuando todos se iban. Decidió que, cuando todos los niños se marcharan, él se escondería y esperaría en silencio hasta descubrir el misterio.
Y así lo hizo. Una tarde cuando el parque se quedó vacio buscó un escondite detrás de unas rocas y se quedó muy quieto y callado esperando. Tenía algo de miedo, pues no le gustaba estar solo y además se estaba haciendo de noche, pero se dijo que tenía que ser valiente para poder ayudar a sus amigos.

Fueron pasando los minutos hasta que finalmente anocheció del todo. Únicamente la luna y algunas estrellas iluminaban el parque que ahora, de noche, era bastante menos bonito que a la luz del día.

De pronto comenzó a oír unos ruidos, cada vez más fuertes, acompañados de golpes en el suelo ¡bouummm, boummm, boummm…! Con mucho cuidado se asomó por encima de la piedra para ver qué era lo que hacía aquel terrible ruido. Lo que vio le puso los pelos de punta y cerca estuvo de soltar un grito de miedo. Un terrible monstruo, enorme, peludo, con manos y pies con terribles uñas y feo como él solo, se acercaba a grandes zancadas hasta el parque. Cuando llegó a la zona de juguetes, empezó a devorarlos. ¡Los juguetes desaparecían porque el monstruo se los comía! Menudo descubrimiento ¿Qué podía hacer?

De repente un llanto se oyó desde el otro lado del parque. Enseguida reconoció su origen. Era su amiga Nosé, que se debía de haber perdido y se había quedado sola en aquel lugar. El monstruo también oyó los gemidos y se dirigía hacia la esquina donde Nosé estaba escondida.

Diego no lo dudó un momento. Tomó su espada de plástico y como un guerrero, se lanzó gritando hacía el monstruo, subió la rampa del tobogán y desde arriba saltó hacia aquella figura horrible. El monstruo, sorprendido, dio unos pasos hacia atrás, reculando, y se cayó de espaldas todo lo largo que era. Diego aprovechó el momento y llegando hasta donde estaba Nosé, la agarró del brazo y juntos huyeron del parque antes de que el monstruo se pudiese levantar de nuevo.
Al día siguiente, en el colegio, les contó a sus amigos lo que había descubierto. ¿Y qué haremos?, preguntaban todos.

-Tengo un plan, respondió Diego. Todos sabemos que los monstruos realmente no existen. Debe ser algo que entre todos hemos imaginado. Y lo vamos a vencer. Veréis, esta noche nos esconderemos en el parque y cuando llegue esa fiera lo haremos huir entre todos. Estuvieron de acuerdo aunque, eso si, con algo de miedo.

Y así lo hicieron. Esa noche Diego y sus amigos, Sergio, Íñigo, Diego S., Mario y Nosé, se escondieron en el parque. Unos detrás de los árboles, otros de las piedras y alguno debajo de los columpios y esperaron. Habían elegido a Diego como capitán y éste les indicó que no debían hacer ningún ruido y que tenían que estar muy callados hasta que él les indicara.

Después de un buen rato de espera inquieta, se volvieron a escuchar las tremendas pisadas de la noche anterior ¡bouummm, boummm, boummm…!

-Quietos hasta que yo diga, les recordó Diego. Dejó que el monstruo se acercara y cuando ya estaba casi encima, dio la orden de ataque:
-¡Ahora! Y se lanzaron contra el monstruo. Unos con espadas de plástico, otros con pistolas de agua o sables de luz a pilas, todos a la vez, se arrojaron gritando contra la horrible criatura que dio un grito horroroso y… desapareció.

¿Qué ha pasado? se preguntaban unos a otros. Y Diego se lo explicó. Los monstruos no existen, ya os lo había dicho. Eso que hemos visto era algo que habíamos creado entre todos con nuestros miedos, pero al atacarle todos juntos hemos conseguido que desapareciera.

Y así fue. A la tarde siguiente todos los juguetes estaban de nuevo en el parque y los niños jugaban y reían felices y Diego y sus amigos se prometieron no volver a tener nunca más miedo.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

viernes, 26 de octubre de 2007

Diego y los Piratas



Érase una vez, un sitio muy muy lejano, en el que había unos piratas tenían asustados a todos los habitantes de los pueblecitos de la costa con sus correrías.

Cuando veían aparecer el negro barco pirata, con las velas también negras hinchadas al viento y la bandera con la blanca calavera y las tibias cruzadas, se echaban todos a temblar de miedo.

Los piratas disparaban sus cañones para derruir las defensas de los pueblos y luego se lanzaban a recorres sus calles robando todo lo que encontraban: dinero, joyas, y objetos de valor, pero también la comida y animales de las granjas, dejando a los pobres aldeanos sumidos en la miseria, sin siquiera nada que comer.

No satisfechos con su rapiña, los piratas, además, tomaban prisioneros entre los habitantes del pueblo y les decían a sus familiares que si querían que se los devolviesen tenían que entregarles más dinero. Los pobres contestaban que ya no les quedaba nada, que se lo habían llevado ya todo. Entonces los piratas respondían que trabajaran duramente todo el año y que pasado este tiempo volverían a recoger el fruto de su trabajo. Si no se lo entregaban, no les devolverían a sus amigos y les trasformarían en nuevos piratas.

Así pueblo tras pueblo, los piratas eran cada vez más ricos u osados e iban sembrando la miseria por toda la costa.
De uno de estos pueblos se llevaron a Diego, un niño de tres años, muy inteligente. Amontonado, junto al resto de los rehenes, en la bodega del tenebroso barco pirata Diego sufría y estaba triste por dejar atrás a sus padres, hermanos y amigos. Sus lágrimas se unían a las del resto de prisioneros que no sabían si alguna vez volverían a estar junto a sus familias.

Pero Diego era valiente y se sobrepuso pronto. Pensó que llorando no iba a arreglar nada y que tenía que guardar sus fuerzas para cuando se presentara la primera ocasión de escaparse. Porque él, ¡se iba a escapar! Seguro.

Después de varios días de viaje al fin llegaron a la guarida de los piratas. Los prisioneros, medio mareados y con las manos atadas a la espalda, fueron conducidos montaña arriba hasta una profunda gruta en la que fueron encerrados. Allí, casi a oscuras, con frío y humedad, tendrían que esperar a ver que les iba a deparar el futuro.

Sin embargo, Diego no quería esperar. Se puso rápidamente a pensar mientras los demás se quejaban y se lamentaban por su mala suerte. Él sabía que era pequeño, que sólo tenía 3 años, pero eso no le iba a desanimar. También sabía que era listo y que su inteligencia era lo mejor que podía tener para encontrar una solución.

Lo primero, era necesario que se soltaran. Con las manos atadas a la espalda y sin nada contra lo que frotar las cuerdas era difícil. Sin embargo, humm…le dio vueltas a varias ideas. ¡Claro! la solución era ayudarse unos a otros. Llamó a todos los demás prisioneros y les explicó su plan: que se pusieran espalda contra espalda y cada uno, con mucho esfuerzo y paciencia, fuera soltando las cuerdas del otro. Así, todos estarían sin atar y podrían pensar en escapar.

Después de algunos gruñidos y quejas e incluso algún que otro enfado, pues no todos eran igualmente hábiles, por fin estuvieron todos sueltos. El problema ahora es huir de allí. Pero ¿cómo? Los piratas eran muchos y muy crueles y tenían espadas, mazas y puñales y ellos… ellos no tenían nada. ¿Cómo lo podrían hacer?

Todas las miradas se dirigieron a Diego. Sus esperanzas de libertad estaban puestas en él. Y de nuevo Diego se sentó a pensar… ¿cómo combatir a los feroces piratas sin armas? Después de cavilar un rato, miró a su alrededor y una sonrisa fue, poco a poco, asomando a sus labios. ¡Tenía un plan!

Indicó a sus compañeros que, de uno en uno, fueran saliendo silenciosamente de la cueva y siguieran subiendo por la montaña hasta quedar encima de la entrada de la gruta. Cuando todos estuvieron allí, les explicó que cada uno cogiera una piedra tan grande como pudiera y que se preparan en silencio.

Todos estuvieron quietos, esperando con paciencia y bastante nerviosos, hasta que al fin vieron a los piratas subir por el camino de la montaña, en dirección a la cueva. Cuando estuvieron a una cierta distancia, Diego gritó una orden y todo lanzaron las piedras que habían preparado. Las rocas salieron volando hacia los piratas… pero ninguna se acercó siquiera. Cayeron mucho antes.Les había faltado fuerza. Los prisioneros, recién liberados, se sintieron decepcionados y tristes. ¡Se habían equivocado! ¡Habían fallado y no podrían escapar!

Menos Diego. Él seguía con la mirada puesta en el camino y en las piedras que habían tirado. Y sonreía abiertamente mientras los demás se lamentaban. Pensaron que estaba loco, hasta que…
¡Si!, las rocas que habían lanzado rodaban ladera abajo y golpeaban a otras piedras que empezaban a rodar también y volvían a empujar a otras cada vez más grandes y… ¡habían provocado una avalancha de rocas que se dirigía, cada vez a mayor velocidad, hacia los piratas! ¡¡Bien!!

Y efectivamente, el alud, cada vez mayor, de tierra, piedras y grandes rocas, llegó hasta el grupo de piratas y los sepultó a todos. Quedaron enterrados bajo el montón y ninguno pudo escapar. ¡Bravo!. Los prisioneros gritaban de alegría, daban saltos y se abrazaban catando y riendo. ¡Eran libres y habían vencido a los piratas! ¡Bien por Diego, bravo!

Ahora, sólo había que pensar en como volver a sus respectivos pueblos. El barco pirata estaba atracado cerca, en la bahía, pero ninguno de ellos sabía navegar. Diego les dijo, que él solucionaría el problema. Cogería un caballo y volaría hasta dónde se encontrase la marina real que buscaba a los piratas. Mientras, ellos deberían reunir los tesoros que estos habían robado, y tenerlos preparados para cuando volvieran ,devolvérselos a sus dueños.

Entre los prisioneros liberados, se encontraba la hija de un importante Conde. La llamaban la Condesita Nosé. Y Diego le pidió que le acompañara porque ella conocería al capitán de las tropas del Rey. Subieron los dos a lomos de un hermoso caballo blanco llamado Viento, que tenían los piratas por haberlo robado en algún pueblo y galoparon y galoparon sin detenerse, rápidos como flechas.

Después de algunos días de viaje encontraron a los soldados del Rey y gracias a que conocían a la Condesita Nosé, fueron recibidos rápidamente por el capitán. Diego y Nosé le explicaron sus aventuras y rápidamente el capitán ordenó que una galera real les condujera hasta la cueva de los piratas.

Y así, poco tiempo después llegaron con la galera y pudieron rescatar al resto de sus compañeros, recuperar todos los botines que los piratas habían robado y volver a sus casas. Los piratas fueron liberados de debajo de las rocas y conducidos a la cárcel donde estarían mucho, mucho tiempo.

Diego por fin llegó a su casa y pudo abrazar emocionado a sus padres, hermanos y amigos que le recibieron como un héroe pues se habían enterado de cómo, usando su cabeza, había logrado vencer al peligrosísimo grupo de malvados piratas.
Y la condesita Nosé, emocionada, le dio dos grandes besos y le prometió que serían amigos y que siempre jugarían juntos.

Y colorín, colorado, este cuento, se ha acabado.

jueves, 25 de octubre de 2007

Diego y el Dragón

Érase una vez, un reino muy muy lejano que tenía su torre, su princesa encerrada y su dragón. Es decir, era un reino como es debido.

En este cuento, la princesa se llamaba Nosé y era una niña rubia, con largas trenzas y unos ojos azules muy muy grandes. De pequeña el malvado dragón Escupefuego, la había secuestrado y encerrado en la torre para que cantara para él, pues Nosé cantaba muy bien, y todos sabemos que a los dragones les gusta mucho que les canten.

Multitud de famosos caballeros habían intentado el rescate de la princesa. Poderosos, bien armados de lanza, daga, espada y grandes escudos de colores, con relucientes armaduras y yelmos terminados en penachos de plumas y con grandes caballos de fiera mirada, que resoplaban con fuerza, deseosos de enfrentarse con cualquiera. Sin embargo, pese a su fuerza, sus armas y su experiencia todos ellos habían sido derrotados por Escupefuego y habían tenido que huir del reino sin lograr su propósito de liberar a la princesa.

Y los meses pasaban y el Rey, padre de Nosé, estaba cada vez más desesperado. Nadie lograba rescatar a su hija.

Decidió ofrecer una gran recompensa para quien lograra liberar a la princesa y mandó a sus pregoneros para que convocaran a todos los habitantes del reino y les informaran de su decisión.

Y así, pueblo tras pueblo, aldea tras aldea, los pregoneros llegaban a la plaza del pueblo, tocaban su cuerno y todos acudían a escuchar el mensaje del Rey. Al final llegaron a Pueblopequeño, una aldea muy chiquitita en la que vivía el inteligente Diego con sus padres y sus hermanos. Diego acudió junto a su familia a escuchar al pregonero, y así se enteró de que la princesa esta prisionera.

Se enfadó mucho, pues él, a quien le encantaba correr, saltar, y jugar, pensaba que sería muy malo y aburrido estar encerrado y decidió que también él intentaría liberar a la princesa. No le importaba la recompensa, pero no quería que la princesa estuviera ni un minuto más prisionera del dragón.

Con las cosas que encontró en el granero se preparó una armadura, eso si, un poco rara, y con su espada de plástico y su casco de romano, cabalgó a Viento, su amigo, un precioso caballo blanco, rápido como el rayo.

Después de varios días de cabalgar sin descanso, se fueron acercando al castillo en el que Escupefuego tenía recluida a la princesa. Desde mucha distancia adivinaron que habían acertado con el camino pues el terrible olor del dragón les hacía llorar y les daba mucho asco.

Con precaución y muchísimo cuidado, lentamente, se escondió tras unas rocas y se asomó para ver por primera vez al dragón. ¡Que miedo! Era enorme y feísimo, con un cuello muy largo, una cabeza con tres cuernos y una boca con espantosos dientes por la que arrojaba fuego. Era rojo y tenía un cuerpo descomunal, muy gordo, y una cola de la que no se veía el fin. Estaba cubierto de escamas, como los peces y las lagartijas, pero muy muy duras y eso explicaba que todos los caballeros hubieran fracasado. ¡El dragón tenía su propia armadura que las espadas y las lanzas no podían atravesar!

Diego, un poco asustado, se retiró y acampó en una pradera lejos de allí para que el dragón no les descubriera. Encendió una hoguera, dio de comer a Viento y se puso a pensar…

Él era más pequeño y menos fuerte que los grandes caballeros que lo habían intentado antes. Además su espada era de plástico y su armadura… bueno, su armadura digamos que no aguantaría mucho. Él solo tenía su inteligencia, así es que…. ¡usaría su inteligencia!

Y se puso a pensar, a pensar y a pensar. Dio vueltas a muchas posibilidades pero sin armadura, casco, escudo, lanza, espada, daga… sería muy vulnerable y ligero. ¿Ligero? ¡Si!, ¡ligero! Eso era, ahí estaba la solución. Los caballeros que lo habían intentado hasta ese momento eran muy lentos y pesados con todo su equipo y habían sido un blanco fácil para el fuego de Escupefuego. Él tendría que ser ligero como una pluma y rápido como una flecha.

A la mañana siguiente, fue hasta su caballo Viento y muy bajito, al oído, le explicó su plan, para el que necesitaba toda su ayuda.

Diego, se quitó su espada y su casco, su armadura y se quedó únicamente con su camiseta roja de Rayo McQueen, sus pantalones vaqueros y sus deportivas azules de superhéroe.

Se acercaron sigilosamente, sin hacer ningún ruido hasta dónde el dragón dormitaba después de haberse zampado un enorme desayuno. Cuando ya estaban casi al lado, Diego llamó con un enorme grito al dragón:

- “Escupefuego, atrápame si puedes”.

El dragón se despertó enfadadísimo y se incorporó todo lo grande que era arrojando llamaradas y gruñendo profundamente. Sin embardo Diego ya no estaba allí. Cabalgando sobre Viento había cambiado de lugar y gritaba nuevamente al dragón: “Atrápame si puedes” y el dragón se daba la vuelta e intentaba quemarle con su aliento de fuego, pero Viento se movía con una rapidez increíble y nunca estaba dónde apuntaba el dragón.

Y así, moviéndose velozmente, cambiando continuamente de sitio, y con el dragón cada vez más enfadado, fueron saltando por encima de él, por detrás, por debajo de su cola y al final Escupefuego se hizo un gran nudo con él mismo. Su cabeza había quedado atrapada en un lazo que había formado su cola y sus patas apuntaban cada una para un lado. Ya no se podía mover. Estaba indefenso y prisionero.

Diego gritó de alegría y se acercó hasta la torre dónde liberó a Nosé quien, agradecida, le dio un gran abrazo y dos besos.

Ambos, ya libres del dragón, cabalgaron sobre Viento y regresaron al reino dónde fueron recibidos como héroes entre vítores y aplausos.

Nosé le prometió que sería siempre su amiga y jugarían juntos todos los días.

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.