lunes, 19 de mayo de 2008

Diego y el Oso

Érase una vez, en un país muy, muy lejano, un colegio al que acudían niños de todas las edades, siempre contentos y felices pues era un colegio muy divertido donde todos se llevaban muy bien y los profesores eran muy sabios y muy buenos enseñando pero, también, muy buenos jugando.

En el colegio había una clase de niños de 3 y 4 años a la que acudía Diego, un inteligente chaval con 4 años recién cumplidos, a quien le encantaba ir al colegio, jugar con sus amigos y pasárselo estupendamente. Únicamente tenía algún problema a la hora de la siesta, pero él intentaba portarse bien y dejar dormir a sus compañeros, aunque no siempre lo conseguía. El profesor de la clase se llamaba Antonio. Era un hombre que parecía serio, con gafas y una gran barba, pero era muy cariñoso y amable con sus alumnos y estos le querían mucho.

Un día, Antonio les avisó de que, a la semana siguiente, se irían de excursión a la sierra y que tenían que preparar todo el material. Les dio una lista con las cosas que tenían que llevar: mochila, saco para dormir, jerseys, linternas, comida, cantimplora para el agua, una gorra… en fin, que debían prepararse muy bien pues iba a ser toda una aventura.

Cuando después de días de nervios y de impaciencia amaneció la esperada mañana de la partida, todos los niños llegaron temprano al colegio pues ninguno quería quedarse atrás. Antonio les explicó que iban a coger un tren y que después de un buen rato, llegarían a una estación desde la que tendrían que hacer una marcha “a patita” hasta llegar al lugar que sería su campamento y donde montarían las tiendas para dormir. El plan era pasar dos noches fuera de casa, acampados, y aprovechar un día completo para realizar muchas actividades al aire libre.

Cuando llegaron a la estación de “Montaña alta”, que era su destino, se apearon del tren y se pertrecharon con todos sus enseres. Mochila a la espalda, bien llena con ropa y bocadillos, cantimplora a la cintura y, de contrapeso, la linterna colgando del cinturón. Antonio, el profesor, les hizo repasar todo a fin de comprobar que ninguno olvidaba nada. Les sentó a todos en el suelo, formando un corro, y les explicó lo que iban a hacer a continuación:

- “Señoritas, caballeros, ahora vamos a empezar a andar. Es un camino un poquito largo, a veces algo complicado pues tenemos que pasar a través de una zona de rocas en la que tendremos que tener mucho cuidado. Atención, es muy importante que vayamos todos juntos para que nadie se pierda. Además nada de hacer tonterías, tenemos que ir concentrados en el camino para no caernos. ¿Entendido? Es fundamental que estemos los unos pendientes de los otros para poder ayudarnos. Como el camino es estrecho, vamos a hacer dos grupos. El primero, en el que iré yo, caminará delante. Inmediatamente detrás irá el segundo grupo y lo formarán Íñigo, Sergio, Mario, Celia, Natalia, Marta, Sofía… y su capitán será Diego. No tenéis que perdernos de vista en ningún momento ¿eh? Recordad lo que va a ser el lema de la excursión: “Siempre juntos”.

Y así comenzaron a caminar. Con paso firme, muchas risas y algunas canciones, avanzaban por el camino, sombreado por altos árboles y con una temperatura primaveral excelente. Iban todos muy contentos. El aire olía a frescor, a flores, a árboles… a limpio y todos se mostraban entusiasmados ante la aventura que ya estaba comenzando.

Caminaron durante un buen rato, y cuando empezaban a dar muestras de cansancio, decidieron hacer un alto en un claro para tomar un buen desayuno y reponer las gastadas fuerzas. Escogieron una zona muy bonita, en la que se pudieron tumbar en la hierba mientras daban buena cuenta de los bocadillos que llevaban en las mochilas. Decidieron rellenar las cantimploras en el agua, cristalina y muy fría, de un arroyo que corría cercano. Cuando estaban en la orilla, que estaba un poco embarrada por la humedad, descubrieron unas huellas.

- Antonio, ¿de qué son estas huellas? ¿qué animal las ha dejado?

El profesor se acercó a estudiarlas y enseguida les preguntó

- ¿Alguien sabe de que animal son?

Todos comenzaron a responder a la vez: un ciervo. No. Un lobo. No. Son de una gallina, yo creo que son de un gato… y así todos comentaban el animal que se les ocurría.
Antonio iba respondiendo “No, no, no, no…” hasta que después de un rato de estar callado, pensando, Diego dijo:

- Son de una animal muy grande, pues las huellas también son grandes y profundas, y que camina a cuatro patas, pues en el rastro se ven las huellas de las cuatro patas; las huellas no son de pezuñas como las huellas de los caballos o las vacas que hemos visto por el camino: en estas se ve toda la pata y distinguen también las marcas de las uñas. Hummm, a ver... una pata ancha y grande, con uñas… Solo una animal que vive en el bosque puede dejar esas huellas. Son de un ¡¡Oso enorme!!

- Muy bien Diego, efectivamente. Son de oso que, como bien has dicho, es un plantígrado (que significa que pisa con toda la planta de la pata) que vive en el bosque; y este en concreto debe de ser muy grande. Pero tranquilos, que los osos no suelen atacar a la gente y menos aún cuando somos muchos y hacemos tanto ruido. Seguro que es el oso el que ha salido corriendo, asustado de nosotros.

Y así, después de rellenar las cantimploras y descansar un rato más mientras comentaban, bajito, el tema del oso, reemprendieron la marcha.

Tal y como Antonio había anunciado, a la hora de la merienda, llegaron a su destino: un claro en lo alto de uno de los montes, rodeado de grandes árboles, y con una hermosa pradera de hierba muy verde . También había un riachuelo, de aguas muy limpias, que lo atravesaba de lado a lado. El sitio era precioso y todos pensaron que había merecido la pena la caminata para llegar hasta allí.

Antes de que el cansancio y la pereza les acometieran, Antonio les animó a montar las tiendas, organizar las mochilas y preparar el fuego de campamento, alrededor del cual esa noche cenarían, cantarían y contarían historias y aventuras.

Cuando se disponían a sentarse a cenar alrededor del fuego que Antonio, con todo cuidado había encendido, sobrevino algo inesperado. Uno de los niños, que se había acercado al borde del claro , pisó, sin advertirlo, un avispero. Los insectos, sorprendidos y enfadados por la agresión contra su casa, salieron zumbando furiosos y atacaron al niño que asustado, comenzó a gritar. Antonio acudió presuroso y logró envolver al niño en una manta mientras lograba ahuyentar a las avispas. Examinó con cariño al pequeño y se quedó horrorizado: tenía una enorme cantidad de picaduras. Rápidamente hizo examen de la situación: el niño necesitaba atención médica urgente o corría peligro de sufrir un grave problema alérgico. Sin embargo el niño no podía caminar, y le tendría que llevar en brazos y lo más rápido posible. No podía hacer que el resto de la clase los acompañara pues irían terriblemente lentos y eso podría ser fatal para el accidentado. Tomó una decisión:

- ¡Niños! les llamó. Vuestro compañero está herido y le tengo que llevar urgentemente al médico. No nos da tiempo a ir todos y vosotros os tendréis que quedar aquí. Por favor, portaos como unos mayores y no hagáis nada peligroso. Dejo como capitán a Diego, y le tendréis que obedecer en todo. ¡Diego! cuida de que todos cenen, ninguno se acerque al fuego, y se metan en las tiendas a dormir. Mañana, cuando os despertéis, ya estaremos de vuelta.

Sin más, pues no había tiempo que perder, partió con el herido en brazos mientras el resto de los niños, atónitos, intentaban asimilar el cambio que había tenido lugar.

Viendo el desconcierto, Diego asumió su papel de capitán en funciones y pensando que lo mejor era que estuvieran ocupados, les dijo:

- Venga muchachos, hagamos caso a lo que Antonio nos ha dicho y preparémonos la cena. Que cada uno coja su bocadillo, su cantimplora y su linterna, y nos vamos a sentar en un corro, todos juntos, para cenar.

Al fin los niños, poco a poco, fueron sentándose en el corro y comenzaron a devorar sus bocadillos, pues al final del día y con tanta agitación, todos estaban hambrientos. Cuando acabaron, se repartieron por las tiendas que habían montado y se prepararon para dormir.

Al principio se oían muchas conversaciones excitadas pero, lentamente, las voces se fueron apagando según los niños iban cayendo rendidos por el cansancio y se iban durmiendo y al poco el silenció reinó en el campamento.

La noche transcurrió sin incidentes. A la mañana siguiente, cuando la luz del día comenzó a filtrase por las tiendas, los primeros que despertaban espabilaban a sus compañeros. Al rato todos estaban en pié, descansados, de buen humor y esperando que Antonio apareciera de un momento a otro.

- “Todos al río a lavarse” grito alguno. Y a la carrera todos fueron hacia sus mochilas a buscar los útiles de aseo.
- “¿Quién ha hurgado en mi mochila? se oyó una voz
- “Me han sacado todo lo que llevaba” respondió otro
- “No me queda nada de comida” gritaba un tercero

Así, comprobaron uno a uno que todas sus mochilas habían sido abiertas. La mayoría estaban rajadas y con todo su contenido esparcido por el suelo.

Estaban desconcertados. Antonio no había llegado y durante la noche algo extraño había sucedido. Diego sintió que, de nuevo, tenía que ejercer de capitán.

- Creo que lo primero que debemos hacer –les dijo a sus compañeros- es comprobar qué nos falta. Que cada uno recoja sus cosas y mire a ver si lo tiene todo.

Los niños así lo hicieron. Al poco tiempo las voces de los niños se empezaron a oír:

- A mi, me falta la comida.
- Si, toda mi comida ha desaparecido también.
- Yo no tengo nada para desayunar
- Se han llevado todos mis bocadillos y mis chuches.

Efectivamente. Salvo las latas que algunas mamás habían incluido en el menú de sus hijos, toda la comida, fruta, chucherías y demás comestibles habían desaparecido.

Diego se puso a pensar. “No ha podido ser ninguno de nosotros pues estábamos durmiendo y además ¿para qué esconder la comida? menuda tontería. No, no puede haber sido eso. Tiene que haber sido alguien de fuera. Y pensando así, comenzó a dar una vuelta alrededor del campamento. Cuando ya había completado casi un círculo, se fijó en unas huellas rondaban las tiendas y volvían de nuevo hacia el bosque.

- “Mirad chicos” gritó a sus compañeros. Hay unas huellas aquí y posiblemente sean del autor de la fechoría. Y estas huellas ya las conocemos ¿verdad? ¡¡Son de oso!!

Celia y Natalia, dos de las amigas de Diego, se acercaron a este y le preguntaron

- ¿Qué vamos a hacer? Antonio no ha vuelto y no sabemos cuándo va a regresar y ahora, además, no tenemos nada de comida…

- Lo que podemos hacer, respondió Diego, es seguir las huellas del oso, para ver qué podemos recuperar.

No todos estaban de acuerdo, porque les daba miedo seguir las huellas del oso y tropezarse con él.

- “De acuerdo”, dijo Diego. “Los que quieran venir conmigo, seguidme, que vamos a buscar algo de nuestra comida. El resto, que se quede aquí, vigilando el campamento y esperando por si regresa Antonio”.

Y así Diego seguido por sus amigos Íñigo, Sofía, Sergio, Celia, Mario, Natalia y Marta se encaminaron hacia el bosque siguiendo las huellas del oso. Pronto encontraron una bolsa de plástico, vacía, que llevaba el nombre de unos de sus compañeros.

- “Vamos por buen camino” se dijeron.

Efectivamente, cada poco tiempo encontraban más restos de lo que había sido su comida.

- “Estos, se le deben de haber caído al oso cuando se marchaba” pensó Diego.

De repente, oyeron un fuerte rugido en el bosque, que les puso a todos los pelos de punta.

- GGGRRRRRRRRRRRRRRRRRrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr

- “Ese es el oso”, dijeron. “Nos ha oído y quiere atacarnos”

Se volvió a escuchar de nuevo el terrible rugido.

- GGGRRRRRRRRRRRRRRRRRrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr

Se preparaban ya para huir corriendo cuando Diego les pidió que callaran y escucharan con atención.

- GGGRRRRRRRRRRRRRRRRRrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr
- ¿Oís? les preguntó a sus amigos
- ¡Como no vamos a oír! le respondieron. ¡Ni que estuviéramos sordos!
- “No, no. Me refiero al tono. El tono del gruñido. Eso no es un rugido de amenaza. Los osos, serán como los perros, que en su ladrido expresan su estado de ánimo, lo que están sintiendo… Esos rugidos son de pena, de dolor. Son aullidos, como cuando mis perros se hacen daño. Gritan, si, pero de pena o de dolor. A ese oso le pasa algo. Tenemos que descubrir qué es”.

Sus amigos no las tenían todas consigo, pues eso de acercarse voluntariamente al oso, no les gustaba nada, pero como se fiaban de Diego, le siguieron en silencio.
Después de caminar un rato, llegaron cerca del lugar donde debía de estar el oso. Los aullidos sonaban allí con una extraordinaria fuerza y casi les paralizaba el miedo. Escudriñaron bien en todas direcciones y uno de ellos, al fin, señalando una sombra detrás de unos matorrales gritó.

- ¡Allí, allí está el oso!

Pese al grito, el oso no se movió, aunque lanzó un nuevo y terrible rugido. Diego les propuso dar un amplio círculo alrededor de dónde estaba el oso, sin acercarse más, y descubrir qué le podía pasar. Y así lo hicieron. Lentamente, pasito a pasito, fueron describiendo un rodeo para poder ver lo que estaba sucediendo. Cuando al fin, pudieron distinguir al animal con claridad, se quedaron helados. Estaban contemplando un enorme oso pardo, un animal magnífico de brillante pelaje marrón, que se retorcía junto a un árbol. Cuando se rehicieron de la sorpresa, repararon en la pata del animal.

- “Fijaos en su pata delantera” dijo Diego. ¡Está atrapada por un cepo! ¡El oso ha caído en una trampa!

Comprobaron que era cierto. La pata del oso, herida y sangrante, estaba aprisionada por una garra de acero sujeta a una cadena. A su alrededor, los restos de la comida de las mochilas estaba esparcida por el suelo señalando al culpable.

- ¡Pobre oso! Dijeron. Son muy crueles y hacen daño al pobre animal. Además las trampas están prohibidas. ¿Podemos soltarlo?
- “Ni se os ocurra” respondió Diego rápidamente. El oso está loco de dolor y desesperación por estar atrapado y no distinguiría a unos amigos. Nos atacaría sin dudarlo.
- ¿Y qué podemos hacer?

Diego se quedó un momento pensando y dándole vueltas al cerebro. “Hummm….”

- “Ya sé.” Debemos señalar el sitio en el que el oso está atrapado. Y lo podemos hacer con algunas de las bolsas que hemos recogido. ¡Como una bandera! Y el camino de vuelta lo podemos marcar con más bolsas para que se vea bien y se pueda seguir el rastro fácilmente. Luego avisamos a los guardabosques

- ¡Buena idea!

Y así lo hicieron. Fueron marcando el recorrido de regreso al campamento con las bolsas y cuando llegaron, comprobaron que Antonio ya había vuelto y a su vez les explicó que se había tenido que quedar toda la noche porque habían trasladado el enfermo hasta el hospital.

Los niños, le relataron su aventura a Antonio, que les regañó un poco por haber sido imprudentes y seguir a un oso, pero también les felicitó por las buenas ideas que habían tenido. Dadas todas las cosas que les habían sucedido, les propuso regresar a casa ya, sin esperar al día siguiente y todos aceptaron encantados.

Al llegar a la estación le contaron a los guardias lo que había sucedido con el oso y estos les agradecieron la información pues, según dijeron, habían estado buscando al oso durante varias semanas.

Unos días después, ya en el colegio, con los babis puestos y sentados en el corro, Antonio les dijo:

- “Os voy a leer un artículo del periódico de hoy. Habla de vosotros y dice así:

Unos valientes niños de cuatro años, de un colegio de nuestra localidad, salvan la vida a un oso que había quedado atrapado por una trampa ilegal colocada por cazadores furtivos. Los niños, avisaron a las autoridades del lugar donde se encontraba el oso y marcaron el camino para que los guardias pudiesen liberar al animal que ha sido entregado para su cuidado al Zoo de la ciudad. Nuestra enhorabuena a esos pequeños héroes que tanto han hecho por el cuidado de nuestra fauna.”


Y siguieron con su clase normal, aprendiendo mucho y sintiéndose todos contentos y felices por haber ayudado a la naturaleza.

Y colorín colorado este cuento se ha acabado.

viernes, 11 de enero de 2008

Diego y la Serpiente Marina

Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, un grupo de familias que viajaban a bordo de un gran navío de madera. Era un barco majestuoso y muy bonito con sus grandes palos que se alzaban hacia el cielo, sus enormes velas blancas y su bandera que ondeaba orgullosa en lo alto del palo mayor.

Los pasajeros, un grupo de colonos que se dirigían a descubrir e instalarse en nuevas tierras, formaban un alegre grupo, pues todos miraban con esperanza al futuro. En el barco no había mucho que hacer, y todos intentaban ayudar a los marineros en su faena, mientras los niños pululaban por todas partes jugando, escondiéndose, haciendo travesuras y riéndose continuamente. El ambiente en el barco era de camaradería y a menudo se oían las profundas voces de los marineros entonando canciones que sonaban muy bonitas a los oídos de todos. Además, el buen tiempo acompañaba y los días transcurrían con una tranquilidad similar a la de las aguas que surcaban.

Ente todos, viajaba también Diego, un niño de tres años, que además de jugar con todos los otros niños, se había hecho amigo de los marineros y les preguntaba continuamente qué era eso o cómo se utilizaba aquello.

Los marineros, cuando no estaban demasiado ocupados, le sonreían y le respondían:

- Eso es el palo de mesana, ese el palo mayor, que es el más alto, y en el que llevamos la bandera. Y mira, ese otro mástil, ese, se llama trinquete.

- Esos otros se llaman vergas y son palos sobre los que se recogen las velas.

- Las jarcias son todas los cabos y cuerdas del barco.

Pero Diego siempre quería saber más y los marineros hablaron con el capitán, que era un hombre muy serio, con barba, y con un gran sobrero con plumas, que siempre estaba fumando en pipa.

Un día, el capitán mandó llamar a Diego para hablar con él.

- Me han dicho que no paras de preguntar cosas sobre el barco, dijo el capitán con su gran vozarrón.

- Si, es cierto, contestó Diego. Me gusta saber de todas las cosas y es muy interesante que te las expliquen.

- ¿Y quieres ser marinero cuando seas mayor? –le preguntó el capitán-

- No lo sé, respodió Diego. Aún soy muy pequeño para saberlo. Cuando tenga cuatro años y sea mayor, lo sabré.

Al capitán le cayó muy bien Diego y desde ese día le llamaba con frecuencia para que le acompañara en el castillo y le preguntara lo que quisiera.

- ¿Y que son esos cañones que hay ahí delante? inquiría Diego.

- Ah! si, ahí en la proa, a los lados del bauprés llevamos 6 cañones. Aunque este no es un barco de guerra, siempre hay que ir armado cuando se navega por mares desconocidos. Esos cañones que ves están fundidos en bronce, que es un metal muy duro y se llaman culebrinas, los que son más grandes y falconetes, los más pequeños.

- ¿Y esa rueda tan rara, qué es?

- Eso es el timón. Es desde donde gobernamos el barco para que gire hacia babor o estribor.

- ¿Y que son babor y estribor? ...

Diego nunca se cansaba de preguntar y al capitán le encantaba enseñar a un niño tan curioso y tan listo.

Y así, se hicieron grandes amigos y Diego muy contento fue aprendiendo muchas cosas sobre el barco.

Pero también había otras historias. Los marineros también les hablaron de los monstruos marinos, las sirenas y las serpientes de mar. Contaban que todos esos seres estaban enfadados con los barcos y hacían muchas cosas para hundirlos. Los marineros, para hablar de ellos, bajaban la voz y se lo contaban en susurros, mientras miraban con ojos temerosos a uno y otro lado.

Cuando Diego le preguntó al capitán sobre estos temas, el capitán se puso muy serio y le habló así.

- “Mira Diego. Lo marinos hablan de esas cosas desde los tiempos antiguos y son historias que han perdurado a través de los siglos. Yo nunca he visto nada de eso, pero no me atrevería a decirte si son verdad o mentira. Personalmente no creo que existan, pero se que no es conveniente reírse de ellas.”

La travesía proseguía, apacible, entre juegos, aprendizaje y canciones.

Sin embargo un día comenzó a ocurrir algo que cambiaría la tranquilidad del pequeño Diego. Los mayores: los padres, madres y marineros, comenzaron a enfermar poco a poco. Se sentían mareados y débiles y tenían que ser acostados y cuidados. Uno a uno fueron cayendo enfermos casi todos. Cada vez era más difícil poder atenderlos, gobernar el barco y realizar las tareas diarias como las comidas o la limpieza, porque cada vez quedaban menos en pie.

Al cabo de unos días, los niños tuvieron que ayudar en todo ya que no quedaban adultos. Incluso el capitán, que resistió en pie hasta el último momento, no pudo más y también tuvo que guardar cama.

Los niños se sintieron desconcertados, pero en seguida Diego les animó:

-“Venga chicos, vamos a demostrar a esos mayorzotes todo lo que valemos. Vamos a hacerlo todo tan bien como ellos”. Y así los pequeños, dirigidos por Diego, arriaban las velas, manejaban el timón o hacían la comida. Se las apañaban bastante bien.

Una tarde, cuando estaba a punto de esconderse el sol, notaron como el agua del mar bullía de una forma extraña. Burbujeaba y levantaba unas raras olas y todos se quedaron mirando para adivinar qué era eso tan inusual. De repente algo comenzó a elevarse sobre las olas. Con una enorme cabeza de dragón y el cuerpo escamoso y ondulado de una serpiente, un enorme y terrible monstruo apareció al lado del barco. Su larguísimo cuerpo se perdía de vista. Con sus ojos rojos les miraba fijamente y con la boca abierta, amenazante, con dientes puntiagudos, tan grandes como bueyes, se abalanzaba sobre el barco.

Diego reaccionó rápidamente:

-“Todo a estribor”, grito con fuerza y obedeciendo sus órdenes, el barco viró con premura evitando así la embestida el horrible monstruo, que igual que había aparecido, se sumergió bajo las aguas sin dejar rastro.

Tras un momento de expectante silencio, todos los niños comenzaron a hablar a la vez:

- ¿Qué era eso?
- ¡Que miedo!
- ¡Vaya susto!

- ¿Qué ha pasado?

Diego, después de pensar un instante, les comentó:

- "Ha debido ser eso que los marineros me contaban en sus historias y que llamaban monstruo marino o serpiente marina. Pero, desde luego, que feo era… "

Poco a poco se tranquilizaron, y el resto de la tarde transcurrió en paz. Pero no dejaban de vigilar el horizonte. Temían que la serpiente volviera cuando menos se lo esperaban y les cogiera por sorpresa.

Así no podremos estar mucho tiempo -pensó Diego-. Tenemos que ser nosotros los que tomemos la iniciativa y logremos que la serpiente acuda cuando nosotros estemos bien preparados. Después de pensar un rato y darle vueltas a la cabeza, tuvo una idea: “Vamos a actuar como cuando se pesca un pez. Echaremos un cebo y estaremos preparados para recibirla como se merece. ¡¡¡Va a aprender ese bicho feo a asustarnos…!!!”

Organizó a sus amigos. Allí estaban Iñigo, Sergio, Natalia, Mario, Adriana y muchos más… Todos listos para ejecutar sus órdenes.

- "Vosotros, les indicó, coged una de las redes de pesca del barco y llenadla con carne y pescado de la despensa, cerradla bien, y luego atadla a un cabo de proa”. Los niños se quedaron un poco extrañados al ver que sabía tanto, pero él les explicó que, de escuchar atentamente a los marineros, había aprendido mucho.

- “Los demás, les dijo al resto de los niños, cargad los cañones”. También les explicó qué era cada cosa y cómo se manejaban.

Cuando todo estuvo preparado les contó su plan:

- “Vamos a lanzar la red con la comida al mar, para que haga de cebo, y atraiga a la serpiente. Cuando aparezca, dispararemos los cañones. Es difícil que acertemos, pero al menos espero que con el ruido y el susto no vuelva por aquí. Pero para hacer esto tenemos que esperar a que amanezca porque por la noche no vemos y no podríamos apuntar. Por eso, tendremos que estar todos alerta y vigilantes hasta que amanezca”.

Y así lo hicieron. Transcurrió lentamente la noche, tensa y en calma, larguísima pero, al fin, como todos los días, el sol comenzó a asomar por el horizonte.

- ¡Todos preparados y a sus puestos! -ordenó Diego- ¡Lanzad la red con el cebo! ¡Preparados los cañones!

Y así lo hicieron. Vieron como la red flotaba y las olas la iban arrastrando lentamente lejos del barco hasta que la cuerda con la que estaba amarrada quedó tensa. Y esperaron en silencio, ansiosos, con los ojos muy abiertos, sin perder de vista el cebo.

Tras largo rato sin que pasara nada, cuando comenzaban a creer que ya no volverían a ver a la serpiente marina, empezaron a notar el mismo burbujeo en el agua que la tarde anterior.

- ¡Ahí está! -les susurró Diego-. "Todos atentos y preparados. No disparéis hasta que os de la orden. Apuntad directamente al cebo". Y cuando Diego observó que la red con el cebo se hundía ordenó "¡Fuego!"

Y todos los cañones comenzaron a disparar a la vez formando un terrible estruendo.

¡Boum!, ¡Boum! ¡Boum! ¡Boum!.

Los disparos caían alrededor del sitio donde se había hundido el cebo levantando montañas de agua.

-"¡Cargad de nuevo! ¡Fuego!" gritó otra vez Diego. Y los cañones siguieron disparando sin cesar levantando una verdadera niebla de humo con olor a pólvora.

¡Boum!, ¡Boum! ¡Boum! ¡Boum!.

Al rato, el estruendo cesó y poco a poco el viento barrió la humareda de la cubierta. Todos miraban ansiosos a su alrededor buscando a la horrible serpiente, pero el horizonte estaba despejado. ¡La serpiente marina no estaba!

No se si le habremos dado, pero creo que ,con la que hemos montado, ese monstruo no vuelve por aquí en la vida, reían Diego y sus amigos.

Y efectivamente, nunca volvieron a saber nada del monstruo. Y con los buenos cuidados de los niños los adultos se repusieron rápidamente y pudieron continuar su navegación en paz. Todos felicitaron a Diego por su magnífica labor como capitán guerrero durante esos días y al fin los niños se pudieron dedicar de nuevo a jugar.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.