lunes, 29 de octubre de 2007

Diego y los Lobos

Érase una vez, hace mucho mucho tiempo, que había un pueblecito en medio de las montañas que era muy bonito. Todas las casas eran de madera y había siempre flores en las ventanas. Rodeaban al pueblo unos grandes bosques muy verdes y frondosos y en el horizonte unas hermosas montañas lo separaban del los demás pueblos.

Era un sitio muy tranquilo para vivir. Sus habitantes eran agricultores, ganaderos y pastores y reinaba una gran armonía entre todos los vecinos. El pueblo también tenía una escuela, con un maestro que se llamaba Antonio y a la que los niños iban muy contentos porque se lo pasaban muy bien y aprendían mucho.

Antonio era un profesor muy cariñoso y le encantaba enseñar a sus alumnos y hablarles de la naturaleza que les rodeaba y de los animales que vivían, libres, en sus bosques y montañas y los niños dejaban volar su imaginación pensando en osos, lobos, ciervos, nutrias y águilas.

Para los niños de aquel pueblecito los días transcurrían plácidamente entre la escuela, los juegos al salir, y la ayuda que prestaban en casa. Tras la cena, alrededor del fuego de la cocina, los abuelos contaban a sus nietos cuentos que les hacían soñar por la noche.

Hasta que un año llegó un invierno más frio que los demás. Las nieves bajaron hasta las mismas calles del pueblo y se hacía difícil andar. Sin embargo los niños se lo pasaban estupendamente haciendo batallas de bolas de nieve y construyendo muñecos con su sombrero, su zanahoria de nariz y su escoba.

Pero el invierno trajo algo más. Trajo a los lobos. Con tanta nieve, los lobos no encontraban nada que cazar y pasaban hambre. Sus aullidos se oían por la noche y les ponían a todos los pelos de punta:

-Aaaaauuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu….

Antonio, el profesor, les explicaba a los niños que los lobos no son malos. Son como todos los demás animales, que necesitan comer y deben buscar la comida necesaria donde sea para poder alimentar a sus cachorros.

Sin embargo el frio arreciaba y el invierno se volvía más y más crudo y los lobos empezaron a atacar, durante la noche, a los rebaños de ovejas, para desesperación de los pastores.

Los ataques se sucedían y los pastores ya no podían más. Entendían que los lobos tenían que comer, y que no eran malos, pero ellos tampoco podían permitir que desaparecieran todas sus ovejas, así es que una tarde, un grupo de cazadores decidieron salir a buscar a los lobos. Se reunieron en la plaza del pueblo con sus abrigos, sus botas de nieve y sus grandes escopetas y cuando la luna salió y sonó el aullido que convocaba a la manada se despidieron de sus familias hasta el día siguiente y se internaron en el bosque tras su pista.

-Aaaauuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu….

Pero al amanecer el nuevo día los cazadores no habían vuelto y todos en el pueblo se preocuparon. Transcurrió toda la jornada y nada. No volvían. Así es que un nuevo grupo se reunió para ir en su búsqueda y la de los lobos. Entre ellos estaba el papá de Diego, un niño de tres años muy listo que iba a la clase de Antonio junto a sus amigos.

A Diego le gustaban los lobos. Le parecían unos animales muy inteligentes y bonitos. Pero no le parecía bien que atacaran a las ovejas de los pastores del pueblo. Y estaba un poco preocupado porque su padre iba a ir esa noche a buscar a los demás cazadores.

Se acostó y se durmió con el cuento de su abuelo esperando encontrar a su papá a la mañana siguiente en la mesa del desayuno como todos los días, por lo que, en cuanto se hizo de día, saltó de la cama y corriendo fue por la casa gritando ¡papá!, ¡papá! Pero en la cocina encontró solo a su madre y a sus hermanos con cara de preocupación. Su padre y el nuevo grupo con el que se fue la noche anterior tampoco habían vuelto.

Se fue al colegio como todos los días y en el recreo habló con sus amigos. Todos estaban preocupados y un poco asustados pues no era normal que se perdieran tantos papás a la vez.
“Tenemos que hacer algo” dijo Diego. “No podemos dejar que nuestras mamás estén tristes y preocupadas”.

-Si, pero qué. Nosotros sólo somos niños, contestó uno de sus amigos.

- Pero podemos pensar, para eso tenemos la cabeza le respondió Diego.

Y Diego comenzó a dar vueltas a su cabecita hasta que… ¡Ya lo tengo! Ya se lo que hay que hacer. Y les contó a sus amigos el plan que se le había ocurrido. Lo que tenemos que hacer es buscar por la mañana, que es cuando los lobos duermen, las huellas de los cazadores y seguirlas hasta que les encontremos. ¿Estáis conmigo?

-Siiiii, buena idea, gritaron sus amigos.

A la mañana siguiente, como seguían sin noticias de los cazadores, todos los amigos se juntaron en casa de Diego y repasaron todo: ¿Lleváis abrigos, botas de nieve y gorros de lana? ¿Habéis cogido unos bocadillos y agua para el camino?

-Siiiii -contestaron todos-

Se pusieron en marcha entrando al bosque por el camino que habían seguido los cazadores. Como no había nevado en las últimas noches pronto lograron encontrar el rastro de huellas que habían dejado. Las fueron siguiendo con cuidado, por si se encontraban con algún lobo o algún oso, hacia el interior del bosque. Al rato, llegaron a un claro en el que las huellas desaparecían en un revoltijo de nieve sucia y barro.

-Aquí ha pasado algo –pensaron-. Siguieron buscando y rápidamente encontraron en los alrededores las huellas de una manada de lobos.

-En este punto es dónde debieron encontrarse los cazadores y los lobos. Esto no me huele nada bien, dijo Diego. ¡Sigamos el rastro de los lobos!

En fila india y en silencio fueron avanzando tras las huellas dejadas por la manada de lobos. Después de una buena marcha llegaron a un recodo tras el que vieron una cueva en cuyo interior se internaba el rastro.

-Esa debe de ser la guarida de la manada, pensó Diego. Veréis, les dijo a sus amigos, vamos a entrar pero debemos hacerlo con mucho cuidado. Los lobos deben de estar durmiendo y no queremos despertarles. Coged palos y trancas, lo que podáis, y seguidme.

Sergio, Mario, Diego S, Adriana, Íñigo y Nosé siguieron a Diego. Dentro estaba oscuro, pero esperaron un momento y poco a poco sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Distinguieron a los lobos durmiendo en el fondo de la cueva. Diego, por señas para no hacer ruido, les indicó a sus amigos que rodearan a los animales. Y así lo hicieron. Cuando todos estuvieron en su puesto y a una señal de Diego, comenzaron a chillar y gritar haciendo mucho ruido y golpeando con los palos a los lobos dormidos. Estos, ante el susto de lo que se les venía encima, despertados por los gritos y los golpes, salieron corriendo con el rabo entre las patas. Al jefe, que iba el último, Diego le sacudió un azote el pleno trasero con su palo y el lobo soltó un aullido de dolor y corrió aún más deprisa.

Después fueron a buscar a los cazadores a los que encontraron prisioneros en una cavidad lateral de la cueva principal. Estaban todos bien y allí estaba también el padre de Diego que le dio un gran abrazo y le dijo que era muy valiente. Todos habían sido muy valientes.

Todos juntos volvieron cantando canciones de cazadores por el bosque y llegaron hasta sus casas dónde fueron recibidos como unos héroes.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

sábado, 27 de octubre de 2007

Diego y el Devorador de Juguetes

Érase una vez, en una ciudad muy muy lejana, un parque en el que jugaban los niños todas las tardes. Era un parque muy grande, con árboles, rocas, columpios, toboganes y muchísimos juguetes que allí vivían.

Los juguetes esperaban día tras día pacientemente a que llegaran los niños para que jugaran con ellos. Y, efectivamente, cada tarde, al salir del colegio, el parque se llenaba de niños que se divertían muchísimo. El parque era un lugar feliz.

Sin embargo, los niños empezaron a notar que cada día había menos juguetes. ¡Estaban desapareciendo! Comenzaron a sospechar unos de otros y a culparse mutuamente de llevárselos a casa para jugar sólo ellos con los bonitos juguetes. Los niños se acusaban y enfadaban y el parque dejó de ser un lugar de felicidad para transformarse en un sitio de sospechas y envidias.

Diego, un inteligente niño de tres años que, como todos, iba cada tarde al parque, pensó que tenía que hacer algo. La situación no podía seguir así. Cada día había menos juguetes y los niños estaban tristes y enfadados.

Después de meditar un rato llegó a la conclusión de que lo primero que tenía que hacer era averiguar qué estaba sucediendo en el parque cuando todos se iban. Decidió que, cuando todos los niños se marcharan, él se escondería y esperaría en silencio hasta descubrir el misterio.
Y así lo hizo. Una tarde cuando el parque se quedó vacio buscó un escondite detrás de unas rocas y se quedó muy quieto y callado esperando. Tenía algo de miedo, pues no le gustaba estar solo y además se estaba haciendo de noche, pero se dijo que tenía que ser valiente para poder ayudar a sus amigos.

Fueron pasando los minutos hasta que finalmente anocheció del todo. Únicamente la luna y algunas estrellas iluminaban el parque que ahora, de noche, era bastante menos bonito que a la luz del día.

De pronto comenzó a oír unos ruidos, cada vez más fuertes, acompañados de golpes en el suelo ¡bouummm, boummm, boummm…! Con mucho cuidado se asomó por encima de la piedra para ver qué era lo que hacía aquel terrible ruido. Lo que vio le puso los pelos de punta y cerca estuvo de soltar un grito de miedo. Un terrible monstruo, enorme, peludo, con manos y pies con terribles uñas y feo como él solo, se acercaba a grandes zancadas hasta el parque. Cuando llegó a la zona de juguetes, empezó a devorarlos. ¡Los juguetes desaparecían porque el monstruo se los comía! Menudo descubrimiento ¿Qué podía hacer?

De repente un llanto se oyó desde el otro lado del parque. Enseguida reconoció su origen. Era su amiga Nosé, que se debía de haber perdido y se había quedado sola en aquel lugar. El monstruo también oyó los gemidos y se dirigía hacia la esquina donde Nosé estaba escondida.

Diego no lo dudó un momento. Tomó su espada de plástico y como un guerrero, se lanzó gritando hacía el monstruo, subió la rampa del tobogán y desde arriba saltó hacia aquella figura horrible. El monstruo, sorprendido, dio unos pasos hacia atrás, reculando, y se cayó de espaldas todo lo largo que era. Diego aprovechó el momento y llegando hasta donde estaba Nosé, la agarró del brazo y juntos huyeron del parque antes de que el monstruo se pudiese levantar de nuevo.
Al día siguiente, en el colegio, les contó a sus amigos lo que había descubierto. ¿Y qué haremos?, preguntaban todos.

-Tengo un plan, respondió Diego. Todos sabemos que los monstruos realmente no existen. Debe ser algo que entre todos hemos imaginado. Y lo vamos a vencer. Veréis, esta noche nos esconderemos en el parque y cuando llegue esa fiera lo haremos huir entre todos. Estuvieron de acuerdo aunque, eso si, con algo de miedo.

Y así lo hicieron. Esa noche Diego y sus amigos, Sergio, Íñigo, Diego S., Mario y Nosé, se escondieron en el parque. Unos detrás de los árboles, otros de las piedras y alguno debajo de los columpios y esperaron. Habían elegido a Diego como capitán y éste les indicó que no debían hacer ningún ruido y que tenían que estar muy callados hasta que él les indicara.

Después de un buen rato de espera inquieta, se volvieron a escuchar las tremendas pisadas de la noche anterior ¡bouummm, boummm, boummm…!

-Quietos hasta que yo diga, les recordó Diego. Dejó que el monstruo se acercara y cuando ya estaba casi encima, dio la orden de ataque:
-¡Ahora! Y se lanzaron contra el monstruo. Unos con espadas de plástico, otros con pistolas de agua o sables de luz a pilas, todos a la vez, se arrojaron gritando contra la horrible criatura que dio un grito horroroso y… desapareció.

¿Qué ha pasado? se preguntaban unos a otros. Y Diego se lo explicó. Los monstruos no existen, ya os lo había dicho. Eso que hemos visto era algo que habíamos creado entre todos con nuestros miedos, pero al atacarle todos juntos hemos conseguido que desapareciera.

Y así fue. A la tarde siguiente todos los juguetes estaban de nuevo en el parque y los niños jugaban y reían felices y Diego y sus amigos se prometieron no volver a tener nunca más miedo.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

viernes, 26 de octubre de 2007

Diego y los Piratas



Érase una vez, un sitio muy muy lejano, en el que había unos piratas tenían asustados a todos los habitantes de los pueblecitos de la costa con sus correrías.

Cuando veían aparecer el negro barco pirata, con las velas también negras hinchadas al viento y la bandera con la blanca calavera y las tibias cruzadas, se echaban todos a temblar de miedo.

Los piratas disparaban sus cañones para derruir las defensas de los pueblos y luego se lanzaban a recorres sus calles robando todo lo que encontraban: dinero, joyas, y objetos de valor, pero también la comida y animales de las granjas, dejando a los pobres aldeanos sumidos en la miseria, sin siquiera nada que comer.

No satisfechos con su rapiña, los piratas, además, tomaban prisioneros entre los habitantes del pueblo y les decían a sus familiares que si querían que se los devolviesen tenían que entregarles más dinero. Los pobres contestaban que ya no les quedaba nada, que se lo habían llevado ya todo. Entonces los piratas respondían que trabajaran duramente todo el año y que pasado este tiempo volverían a recoger el fruto de su trabajo. Si no se lo entregaban, no les devolverían a sus amigos y les trasformarían en nuevos piratas.

Así pueblo tras pueblo, los piratas eran cada vez más ricos u osados e iban sembrando la miseria por toda la costa.
De uno de estos pueblos se llevaron a Diego, un niño de tres años, muy inteligente. Amontonado, junto al resto de los rehenes, en la bodega del tenebroso barco pirata Diego sufría y estaba triste por dejar atrás a sus padres, hermanos y amigos. Sus lágrimas se unían a las del resto de prisioneros que no sabían si alguna vez volverían a estar junto a sus familias.

Pero Diego era valiente y se sobrepuso pronto. Pensó que llorando no iba a arreglar nada y que tenía que guardar sus fuerzas para cuando se presentara la primera ocasión de escaparse. Porque él, ¡se iba a escapar! Seguro.

Después de varios días de viaje al fin llegaron a la guarida de los piratas. Los prisioneros, medio mareados y con las manos atadas a la espalda, fueron conducidos montaña arriba hasta una profunda gruta en la que fueron encerrados. Allí, casi a oscuras, con frío y humedad, tendrían que esperar a ver que les iba a deparar el futuro.

Sin embargo, Diego no quería esperar. Se puso rápidamente a pensar mientras los demás se quejaban y se lamentaban por su mala suerte. Él sabía que era pequeño, que sólo tenía 3 años, pero eso no le iba a desanimar. También sabía que era listo y que su inteligencia era lo mejor que podía tener para encontrar una solución.

Lo primero, era necesario que se soltaran. Con las manos atadas a la espalda y sin nada contra lo que frotar las cuerdas era difícil. Sin embargo, humm…le dio vueltas a varias ideas. ¡Claro! la solución era ayudarse unos a otros. Llamó a todos los demás prisioneros y les explicó su plan: que se pusieran espalda contra espalda y cada uno, con mucho esfuerzo y paciencia, fuera soltando las cuerdas del otro. Así, todos estarían sin atar y podrían pensar en escapar.

Después de algunos gruñidos y quejas e incluso algún que otro enfado, pues no todos eran igualmente hábiles, por fin estuvieron todos sueltos. El problema ahora es huir de allí. Pero ¿cómo? Los piratas eran muchos y muy crueles y tenían espadas, mazas y puñales y ellos… ellos no tenían nada. ¿Cómo lo podrían hacer?

Todas las miradas se dirigieron a Diego. Sus esperanzas de libertad estaban puestas en él. Y de nuevo Diego se sentó a pensar… ¿cómo combatir a los feroces piratas sin armas? Después de cavilar un rato, miró a su alrededor y una sonrisa fue, poco a poco, asomando a sus labios. ¡Tenía un plan!

Indicó a sus compañeros que, de uno en uno, fueran saliendo silenciosamente de la cueva y siguieran subiendo por la montaña hasta quedar encima de la entrada de la gruta. Cuando todos estuvieron allí, les explicó que cada uno cogiera una piedra tan grande como pudiera y que se preparan en silencio.

Todos estuvieron quietos, esperando con paciencia y bastante nerviosos, hasta que al fin vieron a los piratas subir por el camino de la montaña, en dirección a la cueva. Cuando estuvieron a una cierta distancia, Diego gritó una orden y todo lanzaron las piedras que habían preparado. Las rocas salieron volando hacia los piratas… pero ninguna se acercó siquiera. Cayeron mucho antes.Les había faltado fuerza. Los prisioneros, recién liberados, se sintieron decepcionados y tristes. ¡Se habían equivocado! ¡Habían fallado y no podrían escapar!

Menos Diego. Él seguía con la mirada puesta en el camino y en las piedras que habían tirado. Y sonreía abiertamente mientras los demás se lamentaban. Pensaron que estaba loco, hasta que…
¡Si!, las rocas que habían lanzado rodaban ladera abajo y golpeaban a otras piedras que empezaban a rodar también y volvían a empujar a otras cada vez más grandes y… ¡habían provocado una avalancha de rocas que se dirigía, cada vez a mayor velocidad, hacia los piratas! ¡¡Bien!!

Y efectivamente, el alud, cada vez mayor, de tierra, piedras y grandes rocas, llegó hasta el grupo de piratas y los sepultó a todos. Quedaron enterrados bajo el montón y ninguno pudo escapar. ¡Bravo!. Los prisioneros gritaban de alegría, daban saltos y se abrazaban catando y riendo. ¡Eran libres y habían vencido a los piratas! ¡Bien por Diego, bravo!

Ahora, sólo había que pensar en como volver a sus respectivos pueblos. El barco pirata estaba atracado cerca, en la bahía, pero ninguno de ellos sabía navegar. Diego les dijo, que él solucionaría el problema. Cogería un caballo y volaría hasta dónde se encontrase la marina real que buscaba a los piratas. Mientras, ellos deberían reunir los tesoros que estos habían robado, y tenerlos preparados para cuando volvieran ,devolvérselos a sus dueños.

Entre los prisioneros liberados, se encontraba la hija de un importante Conde. La llamaban la Condesita Nosé. Y Diego le pidió que le acompañara porque ella conocería al capitán de las tropas del Rey. Subieron los dos a lomos de un hermoso caballo blanco llamado Viento, que tenían los piratas por haberlo robado en algún pueblo y galoparon y galoparon sin detenerse, rápidos como flechas.

Después de algunos días de viaje encontraron a los soldados del Rey y gracias a que conocían a la Condesita Nosé, fueron recibidos rápidamente por el capitán. Diego y Nosé le explicaron sus aventuras y rápidamente el capitán ordenó que una galera real les condujera hasta la cueva de los piratas.

Y así, poco tiempo después llegaron con la galera y pudieron rescatar al resto de sus compañeros, recuperar todos los botines que los piratas habían robado y volver a sus casas. Los piratas fueron liberados de debajo de las rocas y conducidos a la cárcel donde estarían mucho, mucho tiempo.

Diego por fin llegó a su casa y pudo abrazar emocionado a sus padres, hermanos y amigos que le recibieron como un héroe pues se habían enterado de cómo, usando su cabeza, había logrado vencer al peligrosísimo grupo de malvados piratas.
Y la condesita Nosé, emocionada, le dio dos grandes besos y le prometió que serían amigos y que siempre jugarían juntos.

Y colorín, colorado, este cuento, se ha acabado.

jueves, 25 de octubre de 2007

Diego y el Dragón

Érase una vez, un reino muy muy lejano que tenía su torre, su princesa encerrada y su dragón. Es decir, era un reino como es debido.

En este cuento, la princesa se llamaba Nosé y era una niña rubia, con largas trenzas y unos ojos azules muy muy grandes. De pequeña el malvado dragón Escupefuego, la había secuestrado y encerrado en la torre para que cantara para él, pues Nosé cantaba muy bien, y todos sabemos que a los dragones les gusta mucho que les canten.

Multitud de famosos caballeros habían intentado el rescate de la princesa. Poderosos, bien armados de lanza, daga, espada y grandes escudos de colores, con relucientes armaduras y yelmos terminados en penachos de plumas y con grandes caballos de fiera mirada, que resoplaban con fuerza, deseosos de enfrentarse con cualquiera. Sin embargo, pese a su fuerza, sus armas y su experiencia todos ellos habían sido derrotados por Escupefuego y habían tenido que huir del reino sin lograr su propósito de liberar a la princesa.

Y los meses pasaban y el Rey, padre de Nosé, estaba cada vez más desesperado. Nadie lograba rescatar a su hija.

Decidió ofrecer una gran recompensa para quien lograra liberar a la princesa y mandó a sus pregoneros para que convocaran a todos los habitantes del reino y les informaran de su decisión.

Y así, pueblo tras pueblo, aldea tras aldea, los pregoneros llegaban a la plaza del pueblo, tocaban su cuerno y todos acudían a escuchar el mensaje del Rey. Al final llegaron a Pueblopequeño, una aldea muy chiquitita en la que vivía el inteligente Diego con sus padres y sus hermanos. Diego acudió junto a su familia a escuchar al pregonero, y así se enteró de que la princesa esta prisionera.

Se enfadó mucho, pues él, a quien le encantaba correr, saltar, y jugar, pensaba que sería muy malo y aburrido estar encerrado y decidió que también él intentaría liberar a la princesa. No le importaba la recompensa, pero no quería que la princesa estuviera ni un minuto más prisionera del dragón.

Con las cosas que encontró en el granero se preparó una armadura, eso si, un poco rara, y con su espada de plástico y su casco de romano, cabalgó a Viento, su amigo, un precioso caballo blanco, rápido como el rayo.

Después de varios días de cabalgar sin descanso, se fueron acercando al castillo en el que Escupefuego tenía recluida a la princesa. Desde mucha distancia adivinaron que habían acertado con el camino pues el terrible olor del dragón les hacía llorar y les daba mucho asco.

Con precaución y muchísimo cuidado, lentamente, se escondió tras unas rocas y se asomó para ver por primera vez al dragón. ¡Que miedo! Era enorme y feísimo, con un cuello muy largo, una cabeza con tres cuernos y una boca con espantosos dientes por la que arrojaba fuego. Era rojo y tenía un cuerpo descomunal, muy gordo, y una cola de la que no se veía el fin. Estaba cubierto de escamas, como los peces y las lagartijas, pero muy muy duras y eso explicaba que todos los caballeros hubieran fracasado. ¡El dragón tenía su propia armadura que las espadas y las lanzas no podían atravesar!

Diego, un poco asustado, se retiró y acampó en una pradera lejos de allí para que el dragón no les descubriera. Encendió una hoguera, dio de comer a Viento y se puso a pensar…

Él era más pequeño y menos fuerte que los grandes caballeros que lo habían intentado antes. Además su espada era de plástico y su armadura… bueno, su armadura digamos que no aguantaría mucho. Él solo tenía su inteligencia, así es que…. ¡usaría su inteligencia!

Y se puso a pensar, a pensar y a pensar. Dio vueltas a muchas posibilidades pero sin armadura, casco, escudo, lanza, espada, daga… sería muy vulnerable y ligero. ¿Ligero? ¡Si!, ¡ligero! Eso era, ahí estaba la solución. Los caballeros que lo habían intentado hasta ese momento eran muy lentos y pesados con todo su equipo y habían sido un blanco fácil para el fuego de Escupefuego. Él tendría que ser ligero como una pluma y rápido como una flecha.

A la mañana siguiente, fue hasta su caballo Viento y muy bajito, al oído, le explicó su plan, para el que necesitaba toda su ayuda.

Diego, se quitó su espada y su casco, su armadura y se quedó únicamente con su camiseta roja de Rayo McQueen, sus pantalones vaqueros y sus deportivas azules de superhéroe.

Se acercaron sigilosamente, sin hacer ningún ruido hasta dónde el dragón dormitaba después de haberse zampado un enorme desayuno. Cuando ya estaban casi al lado, Diego llamó con un enorme grito al dragón:

- “Escupefuego, atrápame si puedes”.

El dragón se despertó enfadadísimo y se incorporó todo lo grande que era arrojando llamaradas y gruñendo profundamente. Sin embardo Diego ya no estaba allí. Cabalgando sobre Viento había cambiado de lugar y gritaba nuevamente al dragón: “Atrápame si puedes” y el dragón se daba la vuelta e intentaba quemarle con su aliento de fuego, pero Viento se movía con una rapidez increíble y nunca estaba dónde apuntaba el dragón.

Y así, moviéndose velozmente, cambiando continuamente de sitio, y con el dragón cada vez más enfadado, fueron saltando por encima de él, por detrás, por debajo de su cola y al final Escupefuego se hizo un gran nudo con él mismo. Su cabeza había quedado atrapada en un lazo que había formado su cola y sus patas apuntaban cada una para un lado. Ya no se podía mover. Estaba indefenso y prisionero.

Diego gritó de alegría y se acercó hasta la torre dónde liberó a Nosé quien, agradecida, le dio un gran abrazo y dos besos.

Ambos, ya libres del dragón, cabalgaron sobre Viento y regresaron al reino dónde fueron recibidos como héroes entre vítores y aplausos.

Nosé le prometió que sería siempre su amiga y jugarían juntos todos los días.

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.