Érase una vez, en una ciudad muy muy lejana, un parque en el que jugaban los niños todas las tardes. Era un parque muy grande, con árboles, rocas, columpios, toboganes y muchísimos juguetes que allí vivían.
Los juguetes esperaban día tras día pacientemente a que llegaran los niños para que jugaran con ellos. Y, efectivamente, cada tarde, al salir del colegio, el parque se llenaba de niños que se divertían muchísimo. El parque era un lugar feliz.
Sin embargo, los niños empezaron a notar que cada día había menos juguetes. ¡Estaban desapareciendo! Comenzaron a sospechar unos de otros y a culparse mutuamente de llevárselos a casa para jugar sólo ellos con los bonitos juguetes. Los niños se acusaban y enfadaban y el parque dejó de ser un lugar de felicidad para transformarse en un sitio de sospechas y envidias.
Diego, un inteligente niño de tres años que, como todos, iba cada tarde al parque, pensó que tenía que hacer algo. La situación no podía seguir así. Cada día había menos juguetes y los niños estaban tristes y enfadados.
Después de meditar un rato llegó a la conclusión de que lo primero que tenía que hacer era averiguar qué estaba sucediendo en el parque cuando todos se iban. Decidió que, cuando todos los niños se marcharan, él se escondería y esperaría en silencio hasta descubrir el misterio.
Y así lo hizo. Una tarde cuando el parque se quedó vacio buscó un escondite detrás de unas rocas y se quedó muy quieto y callado esperando. Tenía algo de miedo, pues no le gustaba estar solo y además se estaba haciendo de noche, pero se dijo que tenía que ser valiente para poder ayudar a sus amigos.
Fueron pasando los minutos hasta que finalmente anocheció del todo. Únicamente la luna y algunas estrellas iluminaban el parque que ahora, de noche, era bastante menos bonito que a la luz del día.
De pronto comenzó a oír unos ruidos, cada vez más fuertes, acompañados de golpes en el suelo ¡bouummm, boummm, boummm…! Con mucho cuidado se asomó por encima de la piedra para ver qué era lo que hacía aquel terrible ruido. Lo que vio le puso los pelos de punta y cerca estuvo de soltar un grito de miedo. Un terrible monstruo, enorme, peludo, con manos y pies con terribles uñas y feo como él solo, se acercaba a grandes zancadas hasta el parque. Cuando llegó a la zona de juguetes, empezó a devorarlos. ¡Los juguetes desaparecían porque el monstruo se los comía! Menudo descubrimiento ¿Qué podía hacer?
De repente un llanto se oyó desde el otro lado del parque. Enseguida reconoció su origen. Era su amiga Nosé, que se debía de haber perdido y se había quedado sola en aquel lugar. El monstruo también oyó los gemidos y se dirigía hacia la esquina donde Nosé estaba escondida.
Diego no lo dudó un momento. Tomó su espada de plástico y como un guerrero, se lanzó gritando hacía el monstruo, subió la rampa del tobogán y desde arriba saltó hacia aquella figura horrible. El monstruo, sorprendido, dio unos pasos hacia atrás, reculando, y se cayó de espaldas todo lo largo que era. Diego aprovechó el momento y llegando hasta donde estaba Nosé, la agarró del brazo y juntos huyeron del parque antes de que el monstruo se pudiese levantar de nuevo.
Al día siguiente, en el colegio, les contó a sus amigos lo que había descubierto. ¿Y qué haremos?, preguntaban todos.
-Tengo un plan, respondió Diego. Todos sabemos que los monstruos realmente no existen. Debe ser algo que entre todos hemos imaginado. Y lo vamos a vencer. Veréis, esta noche nos esconderemos en el parque y cuando llegue esa fiera lo haremos huir entre todos. Estuvieron de acuerdo aunque, eso si, con algo de miedo.
Y así lo hicieron. Esa noche Diego y sus amigos, Sergio, Íñigo, Diego S., Mario y Nosé, se escondieron en el parque. Unos detrás de los árboles, otros de las piedras y alguno debajo de los columpios y esperaron. Habían elegido a Diego como capitán y éste les indicó que no debían hacer ningún ruido y que tenían que estar muy callados hasta que él les indicara.
Después de un buen rato de espera inquieta, se volvieron a escuchar las tremendas pisadas de la noche anterior ¡bouummm, boummm, boummm…!
-Quietos hasta que yo diga, les recordó Diego. Dejó que el monstruo se acercara y cuando ya estaba casi encima, dio la orden de ataque:
-¡Ahora! Y se lanzaron contra el monstruo. Unos con espadas de plástico, otros con pistolas de agua o sables de luz a pilas, todos a la vez, se arrojaron gritando contra la horrible criatura que dio un grito horroroso y… desapareció.
¿Qué ha pasado? se preguntaban unos a otros. Y Diego se lo explicó. Los monstruos no existen, ya os lo había dicho. Eso que hemos visto era algo que habíamos creado entre todos con nuestros miedos, pero al atacarle todos juntos hemos conseguido que desapareciera.
Y así fue. A la tarde siguiente todos los juguetes estaban de nuevo en el parque y los niños jugaban y reían felices y Diego y sus amigos se prometieron no volver a tener nunca más miedo.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
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