Érase una vez, hace mucho mucho tiempo, que había un pueblecito en medio de las montañas que era muy bonito. Todas las casas eran de madera y había siempre flores en las ventanas. Rodeaban al pueblo unos grandes bosques muy verdes y frondosos y en el horizonte unas hermosas montañas lo separaban del los demás pueblos.
Era un sitio muy tranquilo para vivir. Sus habitantes eran agricultores, ganaderos y pastores y reinaba una gran armonía entre todos los vecinos. El pueblo también tenía una escuela, con un maestro que se llamaba Antonio y a la que los niños iban muy contentos porque se lo pasaban muy bien y aprendían mucho.
Antonio era un profesor muy cariñoso y le encantaba enseñar a sus alumnos y hablarles de la naturaleza que les rodeaba y de los animales que vivían, libres, en sus bosques y montañas y los niños dejaban volar su imaginación pensando en osos, lobos, ciervos, nutrias y águilas.
Para los niños de aquel pueblecito los días transcurrían plácidamente entre la escuela, los juegos al salir, y la ayuda que prestaban en casa. Tras la cena, alrededor del fuego de la cocina, los abuelos contaban a sus nietos cuentos que les hacían soñar por la noche.
Hasta que un año llegó un invierno más frio que los demás. Las nieves bajaron hasta las mismas calles del pueblo y se hacía difícil andar. Sin embargo los niños se lo pasaban estupendamente haciendo batallas de bolas de nieve y construyendo muñecos con su sombrero, su zanahoria de nariz y su escoba.
Pero el invierno trajo algo más. Trajo a los lobos. Con tanta nieve, los lobos no encontraban nada que cazar y pasaban hambre. Sus aullidos se oían por la noche y les ponían a todos los pelos de punta:
-Aaaaauuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu….
Antonio, el profesor, les explicaba a los niños que los lobos no son malos. Son como todos los demás animales, que necesitan comer y deben buscar la comida necesaria donde sea para poder alimentar a sus cachorros.
Sin embargo el frio arreciaba y el invierno se volvía más y más crudo y los lobos empezaron a atacar, durante la noche, a los rebaños de ovejas, para desesperación de los pastores.
Los ataques se sucedían y los pastores ya no podían más. Entendían que los lobos tenían que comer, y que no eran malos, pero ellos tampoco podían permitir que desaparecieran todas sus ovejas, así es que una tarde, un grupo de cazadores decidieron salir a buscar a los lobos. Se reunieron en la plaza del pueblo con sus abrigos, sus botas de nieve y sus grandes escopetas y cuando la luna salió y sonó el aullido que convocaba a la manada se despidieron de sus familias hasta el día siguiente y se internaron en el bosque tras su pista.
-Aaaauuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu….
Pero al amanecer el nuevo día los cazadores no habían vuelto y todos en el pueblo se preocuparon. Transcurrió toda la jornada y nada. No volvían. Así es que un nuevo grupo se reunió para ir en su búsqueda y la de los lobos. Entre ellos estaba el papá de Diego, un niño de tres años muy listo que iba a la clase de Antonio junto a sus amigos.
A Diego le gustaban los lobos. Le parecían unos animales muy inteligentes y bonitos. Pero no le parecía bien que atacaran a las ovejas de los pastores del pueblo. Y estaba un poco preocupado porque su padre iba a ir esa noche a buscar a los demás cazadores.
Se acostó y se durmió con el cuento de su abuelo esperando encontrar a su papá a la mañana siguiente en la mesa del desayuno como todos los días, por lo que, en cuanto se hizo de día, saltó de la cama y corriendo fue por la casa gritando ¡papá!, ¡papá! Pero en la cocina encontró solo a su madre y a sus hermanos con cara de preocupación. Su padre y el nuevo grupo con el que se fue la noche anterior tampoco habían vuelto.
Se fue al colegio como todos los días y en el recreo habló con sus amigos. Todos estaban preocupados y un poco asustados pues no era normal que se perdieran tantos papás a la vez.
“Tenemos que hacer algo” dijo Diego. “No podemos dejar que nuestras mamás estén tristes y preocupadas”.
-Si, pero qué. Nosotros sólo somos niños, contestó uno de sus amigos.
- Pero podemos pensar, para eso tenemos la cabeza le respondió Diego.
Y Diego comenzó a dar vueltas a su cabecita hasta que… ¡Ya lo tengo! Ya se lo que hay que hacer. Y les contó a sus amigos el plan que se le había ocurrido. Lo que tenemos que hacer es buscar por la mañana, que es cuando los lobos duermen, las huellas de los cazadores y seguirlas hasta que les encontremos. ¿Estáis conmigo?
-Siiiii, buena idea, gritaron sus amigos.
A la mañana siguiente, como seguían sin noticias de los cazadores, todos los amigos se juntaron en casa de Diego y repasaron todo: ¿Lleváis abrigos, botas de nieve y gorros de lana? ¿Habéis cogido unos bocadillos y agua para el camino?
-Siiiii -contestaron todos-
Se pusieron en marcha entrando al bosque por el camino que habían seguido los cazadores. Como no había nevado en las últimas noches pronto lograron encontrar el rastro de huellas que habían dejado. Las fueron siguiendo con cuidado, por si se encontraban con algún lobo o algún oso, hacia el interior del bosque. Al rato, llegaron a un claro en el que las huellas desaparecían en un revoltijo de nieve sucia y barro.
-Aquí ha pasado algo –pensaron-. Siguieron buscando y rápidamente encontraron en los alrededores las huellas de una manada de lobos.
-En este punto es dónde debieron encontrarse los cazadores y los lobos. Esto no me huele nada bien, dijo Diego. ¡Sigamos el rastro de los lobos!
En fila india y en silencio fueron avanzando tras las huellas dejadas por la manada de lobos. Después de una buena marcha llegaron a un recodo tras el que vieron una cueva en cuyo interior se internaba el rastro.
-Esa debe de ser la guarida de la manada, pensó Diego. Veréis, les dijo a sus amigos, vamos a entrar pero debemos hacerlo con mucho cuidado. Los lobos deben de estar durmiendo y no queremos despertarles. Coged palos y trancas, lo que podáis, y seguidme.
Sergio, Mario, Diego S, Adriana, Íñigo y Nosé siguieron a Diego. Dentro estaba oscuro, pero esperaron un momento y poco a poco sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Distinguieron a los lobos durmiendo en el fondo de la cueva. Diego, por señas para no hacer ruido, les indicó a sus amigos que rodearan a los animales. Y así lo hicieron. Cuando todos estuvieron en su puesto y a una señal de Diego, comenzaron a chillar y gritar haciendo mucho ruido y golpeando con los palos a los lobos dormidos. Estos, ante el susto de lo que se les venía encima, despertados por los gritos y los golpes, salieron corriendo con el rabo entre las patas. Al jefe, que iba el último, Diego le sacudió un azote el pleno trasero con su palo y el lobo soltó un aullido de dolor y corrió aún más deprisa.
Después fueron a buscar a los cazadores a los que encontraron prisioneros en una cavidad lateral de la cueva principal. Estaban todos bien y allí estaba también el padre de Diego que le dio un gran abrazo y le dijo que era muy valiente. Todos habían sido muy valientes.
Todos juntos volvieron cantando canciones de cazadores por el bosque y llegaron hasta sus casas dónde fueron recibidos como unos héroes.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.