viernes, 26 de octubre de 2007

Diego y los Piratas



Érase una vez, un sitio muy muy lejano, en el que había unos piratas tenían asustados a todos los habitantes de los pueblecitos de la costa con sus correrías.

Cuando veían aparecer el negro barco pirata, con las velas también negras hinchadas al viento y la bandera con la blanca calavera y las tibias cruzadas, se echaban todos a temblar de miedo.

Los piratas disparaban sus cañones para derruir las defensas de los pueblos y luego se lanzaban a recorres sus calles robando todo lo que encontraban: dinero, joyas, y objetos de valor, pero también la comida y animales de las granjas, dejando a los pobres aldeanos sumidos en la miseria, sin siquiera nada que comer.

No satisfechos con su rapiña, los piratas, además, tomaban prisioneros entre los habitantes del pueblo y les decían a sus familiares que si querían que se los devolviesen tenían que entregarles más dinero. Los pobres contestaban que ya no les quedaba nada, que se lo habían llevado ya todo. Entonces los piratas respondían que trabajaran duramente todo el año y que pasado este tiempo volverían a recoger el fruto de su trabajo. Si no se lo entregaban, no les devolverían a sus amigos y les trasformarían en nuevos piratas.

Así pueblo tras pueblo, los piratas eran cada vez más ricos u osados e iban sembrando la miseria por toda la costa.
De uno de estos pueblos se llevaron a Diego, un niño de tres años, muy inteligente. Amontonado, junto al resto de los rehenes, en la bodega del tenebroso barco pirata Diego sufría y estaba triste por dejar atrás a sus padres, hermanos y amigos. Sus lágrimas se unían a las del resto de prisioneros que no sabían si alguna vez volverían a estar junto a sus familias.

Pero Diego era valiente y se sobrepuso pronto. Pensó que llorando no iba a arreglar nada y que tenía que guardar sus fuerzas para cuando se presentara la primera ocasión de escaparse. Porque él, ¡se iba a escapar! Seguro.

Después de varios días de viaje al fin llegaron a la guarida de los piratas. Los prisioneros, medio mareados y con las manos atadas a la espalda, fueron conducidos montaña arriba hasta una profunda gruta en la que fueron encerrados. Allí, casi a oscuras, con frío y humedad, tendrían que esperar a ver que les iba a deparar el futuro.

Sin embargo, Diego no quería esperar. Se puso rápidamente a pensar mientras los demás se quejaban y se lamentaban por su mala suerte. Él sabía que era pequeño, que sólo tenía 3 años, pero eso no le iba a desanimar. También sabía que era listo y que su inteligencia era lo mejor que podía tener para encontrar una solución.

Lo primero, era necesario que se soltaran. Con las manos atadas a la espalda y sin nada contra lo que frotar las cuerdas era difícil. Sin embargo, humm…le dio vueltas a varias ideas. ¡Claro! la solución era ayudarse unos a otros. Llamó a todos los demás prisioneros y les explicó su plan: que se pusieran espalda contra espalda y cada uno, con mucho esfuerzo y paciencia, fuera soltando las cuerdas del otro. Así, todos estarían sin atar y podrían pensar en escapar.

Después de algunos gruñidos y quejas e incluso algún que otro enfado, pues no todos eran igualmente hábiles, por fin estuvieron todos sueltos. El problema ahora es huir de allí. Pero ¿cómo? Los piratas eran muchos y muy crueles y tenían espadas, mazas y puñales y ellos… ellos no tenían nada. ¿Cómo lo podrían hacer?

Todas las miradas se dirigieron a Diego. Sus esperanzas de libertad estaban puestas en él. Y de nuevo Diego se sentó a pensar… ¿cómo combatir a los feroces piratas sin armas? Después de cavilar un rato, miró a su alrededor y una sonrisa fue, poco a poco, asomando a sus labios. ¡Tenía un plan!

Indicó a sus compañeros que, de uno en uno, fueran saliendo silenciosamente de la cueva y siguieran subiendo por la montaña hasta quedar encima de la entrada de la gruta. Cuando todos estuvieron allí, les explicó que cada uno cogiera una piedra tan grande como pudiera y que se preparan en silencio.

Todos estuvieron quietos, esperando con paciencia y bastante nerviosos, hasta que al fin vieron a los piratas subir por el camino de la montaña, en dirección a la cueva. Cuando estuvieron a una cierta distancia, Diego gritó una orden y todo lanzaron las piedras que habían preparado. Las rocas salieron volando hacia los piratas… pero ninguna se acercó siquiera. Cayeron mucho antes.Les había faltado fuerza. Los prisioneros, recién liberados, se sintieron decepcionados y tristes. ¡Se habían equivocado! ¡Habían fallado y no podrían escapar!

Menos Diego. Él seguía con la mirada puesta en el camino y en las piedras que habían tirado. Y sonreía abiertamente mientras los demás se lamentaban. Pensaron que estaba loco, hasta que…
¡Si!, las rocas que habían lanzado rodaban ladera abajo y golpeaban a otras piedras que empezaban a rodar también y volvían a empujar a otras cada vez más grandes y… ¡habían provocado una avalancha de rocas que se dirigía, cada vez a mayor velocidad, hacia los piratas! ¡¡Bien!!

Y efectivamente, el alud, cada vez mayor, de tierra, piedras y grandes rocas, llegó hasta el grupo de piratas y los sepultó a todos. Quedaron enterrados bajo el montón y ninguno pudo escapar. ¡Bravo!. Los prisioneros gritaban de alegría, daban saltos y se abrazaban catando y riendo. ¡Eran libres y habían vencido a los piratas! ¡Bien por Diego, bravo!

Ahora, sólo había que pensar en como volver a sus respectivos pueblos. El barco pirata estaba atracado cerca, en la bahía, pero ninguno de ellos sabía navegar. Diego les dijo, que él solucionaría el problema. Cogería un caballo y volaría hasta dónde se encontrase la marina real que buscaba a los piratas. Mientras, ellos deberían reunir los tesoros que estos habían robado, y tenerlos preparados para cuando volvieran ,devolvérselos a sus dueños.

Entre los prisioneros liberados, se encontraba la hija de un importante Conde. La llamaban la Condesita Nosé. Y Diego le pidió que le acompañara porque ella conocería al capitán de las tropas del Rey. Subieron los dos a lomos de un hermoso caballo blanco llamado Viento, que tenían los piratas por haberlo robado en algún pueblo y galoparon y galoparon sin detenerse, rápidos como flechas.

Después de algunos días de viaje encontraron a los soldados del Rey y gracias a que conocían a la Condesita Nosé, fueron recibidos rápidamente por el capitán. Diego y Nosé le explicaron sus aventuras y rápidamente el capitán ordenó que una galera real les condujera hasta la cueva de los piratas.

Y así, poco tiempo después llegaron con la galera y pudieron rescatar al resto de sus compañeros, recuperar todos los botines que los piratas habían robado y volver a sus casas. Los piratas fueron liberados de debajo de las rocas y conducidos a la cárcel donde estarían mucho, mucho tiempo.

Diego por fin llegó a su casa y pudo abrazar emocionado a sus padres, hermanos y amigos que le recibieron como un héroe pues se habían enterado de cómo, usando su cabeza, había logrado vencer al peligrosísimo grupo de malvados piratas.
Y la condesita Nosé, emocionada, le dio dos grandes besos y le prometió que serían amigos y que siempre jugarían juntos.

Y colorín, colorado, este cuento, se ha acabado.

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